España. Revista: Historia Internacional
Año I, número 6, Septiembre 1975
Autor: Fernando García-Romanillos V.
Con la discreción
acostumbrada y con su probado buen hacer, el Opus Dei está lanzando una inteligente
campaña en favor de la beatificación de monseñor Escrivá de Balaguer.
En el presente
trabajo no pretendemos actuar de «abogados del diablo», siguiendo el trámite
que al respecto establece la tradición vaticana. Es obvio indicar que monseñor
Escrivá, como toda persona -y no sólo por fallecida-, nos merece el mayor
de los respetos. En este artículo se pretende, sencillamente, proporcionar
algo más de luz para la comprensión de un instituto que lleva tras sí la polémica.
Creemos que el autor ha aportado algunos datos hasta ahora inéditos que nos
ayudarán a contemplar la cara que el Opus no se esfuerza en dar a la publicidad.
Completamos este
informe con un insinuante artículo en el que se nos ofrecen curiosas semejanzas
con la orden de guerreros y banqueros que en la Edad Media llegó a ejercer
un poder impresionante: los templarios.
Anverso y
reverso de una de las fotos que gustan llevar los socios del Opus Dei en sus
agendas. Por un lado, el rostro de un joven monseñor Escrivá. Por otro, uno
de sus eslóganes preferidos: "Semper ut iumentum!» (Siempre como borricos),
pues la imagen obediente y tenaz de este animal es muy del agrado en la Obra
A las pocas semanas
del fallecimiento de monseñor Escrivá de Balaguer, los servicios de prensa
del Opus Dei difundieron un dossier con documentación sobre su vida y muerte.
En ella se incluía la reseña biográfica publicada por Enciclopedia Salvat en el tomo correspondiente a la letra E. La reseña
está firmada por Carlos Escartín, el único biógrafo
acreditado por la propia asociación. Pero ese fascículo de Salvat
le costó no pocos disgustos a la editorial y al propio Opus. En su primera
edición la reseña comenzaba: «El padre Escrivá, un religioso...» Esas expresiones
no se ajustaban a la ortodoxia del lenguaje opusdeístico.
La reacción inmediata fue que, a las pocas horas de la distribución del fascículo,
más de un centenar de miembros del Opus fueron movilizados en todo Pamplona,
para comprar en quioscos y librerías todos los ejemplares del fascículo de
la E. Así se evitaba la difusión de tamaño error a los ojos del Opus Dei.
Más tarde volvió a ser editado desprovisto de los términos «padre» (con minúscula)
y «religioso». Para ello no hubo gran dificultad, ya que entre los asesores
de esta enciclopedia figuraba, entre otros, Ismael Sánchez Bella, vicerrector
de la Universidad del Opus en Navarra.
Esta anécdota es
un exponente de dos aspectos esenciales de la Obra: el significado prepotente
de la figura de su fundador y el celo por cuidar la imagen pública de la organización.
Con ocasión de la muerte de Escrivá de Balaguer, en junio pasado, volvieron
a llenarse las páginas de diarios y revistas de artículos sobre la Obra y
su fundador. Pero en esta ocasión, por primera vez, los discípulos del sacerdote
aragonés no se han dedicado a replicar, uno por uno, los evidentes juicios
críticos que se han vertido en letra impresa. Han esperado que pasara la fiebre
de lo que ellos habrán considerado una «campaña», para -directa o indirectamente-
ir colocando una serie de artículos en importantes órganos de difusión. Tal
es el caso de los trabajos aparecidos en «IL Corriere della Sera», «L'Osservatore
Romano», «Informaciones» y «Ya». Y es de resaltar que en el matutino madrileño,
portavoz de una editorial católica y una jerarquía con la que el Opus Dei
no mantiene muy cordiales relaciones, aparecieran dos artículos laudatorios
en corto espacio de tiempo.
Eminentes figuras de la tecnocracia en los funerales
que se celebraron en junio en la basílica de San Miguel. Vicente Martes, Fernández
de la Mora y Liñán Zofío.
Junto a ellos, Martín Artajo: la Iglesia oficial
les acompaña a la hora de las penas
Para hablar sobre
el Opus, como sobre tantas otras cosas, hay que evitar posturas simplistas
que, con bastante frecuencia, se observan en los ataques a esa organización
y, sobre todo, en la defensa que sus miembros hacen de ella. Hay que partir
de la base de que el Opus Dei es, ante todo, un fenómeno religioso, con todas
las implicaciones que el término religioso encierra, sobre todo en la segunda
mitad del siglo XX. Cuando en nuestro país, en los últimos veinte años, ha
sido motivo de tan fuerte y larga polémica pública, no cabe duda que se trata de un fenómeno religioso con importantes repercusiones
sociales, en el más amplio sentido del concepto social. Sería pueril echar
la culpa de la controversia Opus a las envidias o recelos de la Falange o
los jesuitas, ya que eso equivaldría a reconocer a estos dos sectores un dominio
de la opinión pública que, evidentemente, no poseen. Por tanto, lo que hay
que pensar es que el mensaje de José María Escrivá se ha extendido ampliamente
por la sociedad española y ésta ha reaccionado, bien por el contenido del
mensaje en sí, por los métodos de difusión o por la manera de implantarse
en lugares y momentos determinados.
No sólo de ministros
vive el poder
Cuando el 20 de diciembre
de 1973 moría el almirante Carrero Blanco y unas
semanas más tarde Arias formaba nuevo gabinete sin ministros del Opus, muchos
entonaron el «Delenda est
Opus Dei» y más de una camisa azul hizo el corte de mangas. Tremenda ingenuidad,
como está demostrando el paso del tiempo, por considerar que el poder de una
organización de este carácter se mide por el número de miembros que son ministros.
Este baremo sirve para un grupo político clásico, pero no para el Instituto
Secular que fundara monseñor Escrivá en 1928. Por decirlo de alguna forma,
la explosión de Claudio Coello barrió el clan de los López, pero no la infraestructura
que había, y persiste, bajo esos tecnócratas. Prueba de ello es que las sólidas
posiciones terrenales alcanzadas por la Obra no sufrieron las mismas consecuencias
que las de los acusadores de Matesa. No está lejano el recuerdo de lo que ocurrió a «Diario
SP» o estuvo a punto de pasar con la Cadena de Prensa del Movimiento. Para
comprender esta diferencia hay que alejarse un poco en el tiempo.
En la presidencia
de los funerales celebrados en Madrid por el alma de monseñor Escrivá, de
izquierda a derecha: doctor López Ortiz, vicario general castrense; el nuncio
de Su Santidad, monseñor Dadaglio; el cardenal Enrique
y Tarancón, y el consiliario del Opus Dei en España,
Florencio Sánchez Bella
El ardoroso sacerdote
de Barbastro sabía muy bien lo que hacia cuando,
por inspiración divina -según contaba él mismo- tomó una decisión el 2 de
octubre de 1928. Y muchos más perfilados estaban sus proyectos en los años
cuarenta, después de la pausa obligada de la guerra civil, en la que tuvo
tiempo de reflexionar y preparar estrategias. Si el objetivo del fundador
hubiera sido encaramarse a los altos puestos de la Administración desde el
principio, lo que tendría que haber hecho en la década azul es dar a sus «hijos»
la consigna de apuntarse al Movimiento y vestir el color de la época. Pero
no se trataba de eso y tampoco disponía de suficiente número de seguidores.
Entonces, todos sus planes, su filosofía, hay que buscarla en las 999 máximas
de «Camino», perfilado en el Burgos de la guerra.
A través de las páginas
de este apasionado librito se descubre que lo que Escrivá de Balaguer se traía
entre manos era algo mucho más serio. Ya en la introducción firmada por Xavier,
A. A. de Vitoria, se dice: «Lector, no descanses; vela siempre y está alerta,
porque el enemigo no duerme. Si estas máximas las conviertes en vida propia,
serás un imitador perfecto de Jesucristo y un caballero sin tacha. Y con cristos
como tú volverá España a la antigua grandeza de sus santos, sabios y héroes.»
La recomendación, salta a la vista, está impregnada por la euforia imperial
de aquellos años.»
Los caminos hacia
Dios
Para llevar a cabo
tamaña empresa se necesita mucha preparación y paciencia. José María Escrivá,
a semejanza de Teresa de Jesús -santa muy de su devoción-, se patea la truncada
España de la posguerra y conecta con una serie de núcleos universitarios,
a los que comunica la grandeza de su mensaje. En aquellos años hay muchos
jóvenes dispuestos a caminar gloriosamente hacía Dios, ya sea a través del
imperio o... del mensaje del fogoso cura barbastrino (perfección y santificación
del trabajo ordinario). Una vez que estos jóvenes, de probadas cualidades
y procedentes, en su mayoría, de familias acomodadas, han asimilado «el espíritu
de la Obra» y disponen de sacerdotes propios para la dirección espiritual,
es cuando su padre se traslada a Roma para asegurar el complicado «status»
jurídico del Opus e iniciar su proyección internacional. Los asuntos de la
Iglesia son como los de la Administración española: si no se está cerca o
se tiene un amigo en los ministerios (en este caso el Vaticano), los trámites
se pierden en el baúl de las instancias.
¿Y qué hacen los
jóvenes universitarios de Madrid y otras capitales? Simplemente, llevar a
la práctica, con escrupulosa fidelidad, lo que el fundador les ha enseñado
antes de marcharse, por escrito y de palabra. No hay que perder de vista esto
último, pues tan importante es para un socio del Opus Dei lo que el fundador
haya escrito en las constituciones o normas de régimen interno, como las opiniones
o juicios que se le hayan escuchado en «tertulias de familia». Y máxime si
esas opiniones corresponden a «los primeros tiempos», como a ellos les gusta
decir. Pues bien, los primeros hijos (los motivos de esta terminología familiar
la explica muy bien Luis Carandell en su libro-retrato
robot sobre Escrivá de Balaguer) no sólo se dedican a ganar oposiciones a
cátedras, sino también a aplicar los consejos de «Camino». Fundamentalmente,
los que hacen referencia a los temas de «Apostolado», «Perseverancia», «Proselitismo»
y «Llamamiento», que suman un total de 128 puntos en todo el libro. Todo ello,
acompañado de la perfección en el trabajo, el cuidado de las cosas pequeñas,
la «santa desvergüenza», etcétera, ayuda a ir montando esa fenomenal infraestructura
antes citada.
Don José María Escrivá, revestido de los ornamentos de gala propios de su
condición de gran canciller de la Universidad del Opus en Navarra. El rostro
cortado de la izquierda pertenece al ex ministro Julio Rodríguez, entonces
decano de la Facultad de Ciencias de aquella Universidad
Como fruto de esa
labor, y tratándose de una organización de origen religioso, quizá habría
que decir que «todo lo demás se dio por añadidura». Pero se da la paradoja
que en este país tan dado a los milagros, el saber popular lo desmitifica
todo. Y de esa desmitificación no se libra ni la Obra de Dios. A lo mejor,
porque tampoco sería incorrecto llamarla Obra de Escrivá. El caso es que algunos
conocedores de nuestra reciente historia, dan una explicación sobre la entrada
de miembros del Opus en el poder temporal, con los rasgos de simpleza de todo
el saber popular, pero que no puede ser descartada. Esto es lo que se cuenta.
El encuentro Opus-Gobierno
Corrían los primerísimos
años de la década de los cincuenta. Digamos que por azares de la vida, el
entonces subsecretario de la Presidencia, Luis Carrero
Blanco, mantenía una estrecha relación con Amadeo de Fuenmayor,
uno de los primeros discípulos de monseñor Escrivá, ilustre teólogo moralista
y canonista, que con el tiempo jugaría un destacado papel en la constitución
jurídica del Opus Dei. La relación de Carrero Blanco
con Fuenmayor era de carácter privado, y el hombre
de confianza de Franco tenía a este socio de la Obra en gran estima, por la
eficacia de su labor. A través de Amadeo de Fuenmayor,
Carrero pudo conocer, entre otros, a un inteligente
profesor de Derecho Administrativo, llamado Laureano López Rodó. En aquellos
momentos, nuestro país atravesaba unas fechas cruciales. La política de autarquía
ya no daba más de sí, era levantado el bloqueo internacional al Régimen de
Franco, pero nos habíamos visto privados de la ayuda del Plan Marshall. La penuria económica corría el peligro de desembocar
en una crisis socio-política y había que tomar una rápida determinación. Los
ojos de Madrid se volvieron a Estados Unidos, como única salida posible, y
Washington dijo que la Administración española no ofrecía suficientes garantías
para que la inversión de sus dólares resultara rentable. Difícil papeleta
se le presentaba al General Franco. Pero a su lado estaba Carrero, quien le habló de unos jóvenes administrativistas
que había conocido a través de Fuenmayor, y que
le merecían plena confianza en su gestión, por su alta preparación técnica.
En 1953 se firmaba el primer acuerdo España-USA.
Con el paso del tiempo,
aquellos jóvenes abogados y economistas se transformarían en protagonistas
de lo que se ha dado en llamar política del desarrollismo. Pero con el paso
del tiempo, también, el primer núcleo que mereció la recomendación de Carrero
se fue engrosando, no sólo en los puestos de la Administración, sino en los
más variados niveles de la actividad económica y social del país. De algún
modo, sus objetivos políticos suponían la conquista de todo un poder, y para
ello necesitaban la colaboración de quienes estuvieran identificados con sus
ideas y modo de trabajo y además contaran con la preparación adecuada. Lógicamente,
este tipo de colaboradores los encontraron entre los más cercanos, aquellas
personas con las que convivían desde hacía años. La identificación, pues,
era casi completa.
Casas con apariencia
burguesa
Desde Roma, José
María Escrivá veía complacido el camino de sus hijos españoles, obedientes
a las consejas de «Camino». Pero no sólo el de los que ocupaban puestos en
ministerios económicos, sino en el de todos aquellos que levantaban colegios
y residencias a lo ancho de la geografía nacional y a la vez recogían abundantes
frutos de su labor proselitista. ¿A qué se debió eso que algunos calificaron
de ascensión fulgurante? Dejando a un lado las explicaciones que siempre daba
don José María a esta pregunta, por lo enigmático de su carácter sobrenatural,
hay razones que saltan más a la vista. Para encontrarlas, no hay más que darse
una vuelta por cualquier piso o residencia del Opus y observar cómo todo funciona
a la perfección, todo está previsto y ningún detalle se pierde. No sólo por
lo que se refiere a esa decoración exquisita y confortable -«Nuestras casas
deben tener una apariencia burguesa», decía monseñor Escrivá-, sino a la coordinación
y reparto de funciones, desde la limpieza de ceniceros a la organización de
ciclos de conferencias. Y esta no es una expresión tomada al azar, porque
en todas las casas de la Obra hay hombres (o mujeres), con la misión de limpiar
los ceniceros tras una «tertulia» o entornar las ventanas cuando aprieta el
sol. Estos detalles dan una idea de hasta qué punto un socio del Opus es capaz
de afinar en su negocio. Todo ello, claro está, sin descuidar una buena preparación
técnica de cada uno en su trabajo.
Dentro del
Opus existe una amplia base, en su mayoría personas jóvenes que actúan por
exclusivos motivos espirituales. Pero con una espiritualidad clásica: las
mujeres, como se ve en la basílica de San Miguel, siguen utilizando el velo
Quizá así se pueda
empezar a vislumbrar el secreto del éxito de esta joven organización, impregnada
de semejante espíritu. En nuestro país, donde abundaba mucho el trabajo marrullero,
el apaño y el «a ver quién saca más con el mínimo esfuerzo», una oferta opusdeística
ofrecía, por lo menos, seriedad, a los ojos de muchos responsables de comunidades
o empresas mercantiles. Puede que esto fuera lo que llevó a decir a un catedrático
de Historia de la Universidad madrileña, durante una visita a Pamplona, que
«el Opus Dei es como la Institución Libre de Enseñanza, pero al revés», provocando
una agradable sorpresa en los oídos opusdeístas.
Sobre esto también se ha exagerado y hay algo de leyenda «blanca», porque
hasta ahora no se puede decir que hayan sido muy brillantes las aportaciones
de miembros del Opus a la cultura, la política o la economía.
Con la Iglesia
hemos topado
Bien distinta ha
sido la trayectoria de la Obra de Escrivá en el seno de la Iglesia católica.
No por lo que respecta a los bienes espirituales que haya podido proporcionar
a más de 60.000 personas en todo el mundo, sino al prestigio alcanzado dentro
de la política que nace en el Vaticano. Llegados a este punto, puede ser conveniente
hacer una matización, ante esas críticas generales que se hacen a la postura
y significado de la Obra. Conociendo su composición y régimen interno, no
se puede meter a todos en el mismo saco.
Dentro de la organización
existen unas categorías de miembros que recuerdan las diferencias de clases,
pero no se trata de eso. Desde un punto de vista sociológico hay que distinguir,
en primer lugar, una base muy numerosa, en su mayoría personas jóvenes, que
su afiliación y métodos de actuación se deben exclusivamente a razones de
tipo espiritual; eso sí, desprovistos de espíritu crítico. En segundo lugar
está la élite dirigente, extraída, por rigurosa
selección, entre los más capaces de la base. Esta élite
es consciente de lo que la Obra es y representa en todos los órdenes de la
vida, de sus defectos y virtudes, y de acuerdo con ese conocimiento actúa
en consecuencia. Por supuesto que en una organización jerárquica, antidemocrática,
como el Opus Dei, aquella base obedece ciegamente sin conocer, en muchos casos,
las razones últimas de una consigna. En tercer lugar está el escaparate. Esos
pocos socios que actúan públicamente y son conocidos como tales miembros del
instituto secular. Los que forman parte del escaparate, rara vez son los mismos
de la élite dirigente, aunque sí participan de sus
conocimientos y motivaciones internas. Por encima de todos ha permanecido
el fundador y presidente general, como supremo inspirador del qué y cómo,
gracias a ese mensaje divino del que él se confesaba portador. Es de suponer
que con la misma autoridad permanezca su sucesor en la presidencia.
Con esta breve descripción de los estratos en que se divide la obra de Escrivá y sus interrelaciones, se comprende mejor el papel que ha jugado dentro de la Iglesia. De un modo tácito, aunque no expreso, los socios del Opus se consideran algo así como los preferidos de Dios en el siglo XX. Esto ha sido muy corriente a lo largo de la historia de la Iglesia y hay multitud de ejemplos de fundadores de órdenes religiosas que manifestaron sentir la llamada del Supremo para salvar a la Iglesia. Por suerte o por desgracia, estas llamadas menudean en los últimos tiempos y la última de la que se tiene noticia es la que recibió José Maria Escriba Albás (más tarde Escrivá de Balaguer y Albás), el 2 de octubre de 1928 en una capilla madrileña. Quien con el tiempo llegaría a reclamar el marquesado de Peralta, ha puesto siempre un especial interés en no confundir su obra con el maremágnum de órdenes y congregaciones que se desenvuelven dentro de la religión católica. En términos publicitarios, se podría decir que ha tenido gran empeño en darle al Opus Dei un «toque de distinción». Y estas cosas no son muy del agrado del Vaticano.
La tierna
escena corresponde a una de las asambleas que monseñor Escrivá celebró en
el campus de la Universidad de Pamplona. A Escrivá de Balaguer
le gustaba que sus seguidores tuvieran rasgos infantiles, como la fiel obediencia
El caprichoso
instituto secular
Por eso, desde el
primer momento, monseñor Escrivá, ayudado de su fiel secretario general Álvaro
del Portillo, se preocupó de encontrar un fórmula
jurídica propia para lo que, dicen, que casualmente se llamó Opus Dei. Y así,
tras ímprobos esfuerzos, consiguieron del Papa Pío XII la constitución «Provida Mater Ecclesia» , promulgada el 2 de febrero de 1947. Este texto jurídico
eclesiástico define lo que es un instituto secular: «Las asociaciones de clérigos
y de laicos cuyos miembros, para alcanzar la perfección cristiana y ejercer
plenamente el apostolado, profesan practicar en el mundo los consejos evangélicos,
reciben el nombre especial de institutos seculares».
Los motivos de la
desilusión que embargó los ánimos de los gestores de los institutos seculares,
se encuentran, curiosamente, en el hecho de que pronto cundió el ejemplo.
Nuevamente surge el afán de singularidad del Opus. A las ventanillas de la
Curia Romana acudieron venerables religiosos y religiosas con la solicitud
de fundar sus propios institutos. Y recibieron las correspondientes autorizaciones.
«Esto no era lo previsto», debieron pensar en la casa central de la Obra.
El fundador veía en peligro la ansiada distinción del resto de las organizaciones
eclesiales, elemento fundamental para comprender su propósito, ya que no querían
ser comparados con las Teresianas o las damas de San Vicente Paúl. A más «inri»
para el Opus, los institutos seculares quedaban bajo la jurisdicción de la
Congregación de Religiosos y lo que José María Escrivá perseguía, por encima
de todo, es que no confundieran a sus hijos con frailes vestidos de paisano,
pues eran «hombres y mujeres de la calle que permanecen en el mundo santificándose
mediante el trabajo ordinario». Comenzó, pues, otra batalla jurídica para
conseguir la conveniente y definitiva «clarificación», y el primer paso fue
silenciar en todas las manifestaciones y documentos públicos sobre el Opus
Dei su carácter de instituto secular, definiéndolo machaconamente como Asociación
de Fieles. Esta segunda batalla se ha prolongado hasta nuestros días sin resultado
aparente. Al fundador le ha llegado la hora de la muerte sin haber resuelto
el problema. El Opus continúa siendo, a efectos legales, un instituto secular.
A la izquierda,
Tarancón y Dadaglio, representantes
de una jerarquía con la que el Opus mantiene unas relaciones que no son precisamente
cordiales. A la derecha, Florencio Sánchez Bella, consiliario general del
Opus Dei en España. Todos juntos en el funeral por monseñor Escrivá
Concilio sí, pero
menos
El afán de distinción
no se limita a su constitución jurídica. Abarca a todo lo que es y lo que
parece la organización, desde los nombres que reciben sus obras corporativas,
hasta la forma de interpretar el mensaje evangélico. Esto último se vio claramente
con motivo de la revolución que originó el Concilio Vaticano II. En febrero
de 1971 declaraba Escrivá de Balaguer al diario «ABC»: «El Concilio, para
nosotros, no ha supuesto una invitación a cambiar nuestro espíritu, puesto
que ha confirmado con gran fuerza lo que veníamos viviendo y enseñando desde
1928.». Está claro que la forma de vivir el cristianismo por el Opus Dei bien
poco tiene que ver con las novedades del Vaticano II. Por dar un ejemplo,
en las capillas del Opus Dei se comenzó a celebrar las misas en lenguas vernáculas,
cuando esto ya era una práctica extendida y experimentada en todos los lugares
de culto. Y aun así, en las ceremonias litúrgicas de carácter interno, se
utiliza la mayoría de las veces el latín. Otro detalle significativo es el
uso del traje talar: los pocos sacerdotes jóvenes que se encuentre uno por
la calle vestidos con impecable sotana pertenecen en su casi totalidad a la
Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz y Opus Dei.
La pretenciosa afirmación
de don José María al «ABC» responde a un convencimiento interno. En efecto,
las pláticas de miembros del Opus en los años del Concilio insistían en que
el Vaticano II había sido un espaldarazo a la doctrina de monseñor Escrivá
sobre la santificación de los seglares. En círculos allegados a la Obra se
explicaba esto en función de la presencia de Álvaro del Portillo en las sesiones
conciliares. Pero lo cierto es que el Concilio dijo muchas más cosas y, sobre
todo, ha servido de plataforma para verdaderos replanteamientos del compromiso
cristiano. Con eso ya no comulga el espíritu de la Obra, que se mantiene en
la línea de la más clásica religiosidad. Se entiende ésta como una vivencia
muy personal y reservada, como una íntima relación con lo sobrenatural, ajena
a los problemas del mundo. Por eso está por ver la primera toma de postura
del Opus Dei ante las cuestiones sociales que tanto preocupan a los nuevos
cristianos, incluida su jerarquía. Podría decirse que la postura se encuentra
implícita en el desinterés del Opus por estos temas, en su afán de no trastocar
el orden social, cualquiera que sean sus fundamentos. En «Camino» se encuentran
varias alusiones a que cada uno debe permanecer en su sitio, buscando la santidad
en su trabajo. Pero sin entrar en averiguaciones sobre si ese trabajo responde
a una relación de explotador-explotado o, en definitiva, a un orden social
injusto.
Esta alineación dentro
de lo que se conoce como línea integrista de la Iglesia con el tiempo ha llevado
a esta organización a encontrarse más cercana de una jerarquía que
de otra. En España se da el caso de que el Opus Dei, que mantiene unas relaciones
discretísimas, cuando no tirantes, con la actual jerarquía, es probado su
acercamiento a figuras como Fray José López Ortiz,
vicario general castrense, o a los obispos Garcia
Lahiguera y Guerra Campos. No en vano, en los programas
religiosos de RTVE, asesorados por el obispo de Cuenca, de los tres sacerdotes
que cada noche aparecen en pantalla, dos de ellos pertenecen a la Obra. Ahora
bien, a pesar de esta cercanía a determinados sectores o figuras, su actitud
mantiene ese distingo antes citado, que en este caso se refleja en el alejamiento
de posturas extremas o escandalosas. Sobre todo de cara al exterior.
El rosario y los
tacos
Esta astucia le sirvió
hace muchos años para alcanzar un gran desarrollo y también le puede evitar
disgustos en el futuro. El hecho, antes apuntado, del éxito de una empresa
como el Opus entre una juventud española despolitizada y con ganas de hacer
cosas grandes, se podría comparar con el de otras organizaciones, como las
Congregaciones Marianas o los jóvenes de Acción Católica. Estas últimas tampoco
se han quedado mancas en su acción proselitista en la España de los últimos
treinta y cinco años, pero sin alcanzar las brillantes cotas de los seguidores
de Escrivá. Hay, entre otras, una sencilla razón, relacionada con el famoso
estilo de la Obra, que siempre la ha diferenciado de otras asociaciones religiosas.
Se trata de su apariencia dinámica, moderna y mundana. Los jóvenes congregantes,
los de Acción Católica o los de Adoración Nocturna, se limitaban a poco más
que recibir charlas formativas y hacer alguna que otra acción caritativa.
Además, sus actividades se desenvolvían en locales inhóspitos, con «olor a
cura» y mucho simbolismo de medallas, insignias y estampitas, y siempre rodeados
de sacerdotes más o menos ingeniosos.
Por el contrario,
el joven que se acerca a una residencia o piso del Opus encuentra un ambiente
agradable, con una decoración mundana. Los que le hablan de temas sobrenaturales
son médicos, abogados, arquitectos o estudiantes de cualquier facultad. Visten
como él (normalmente mucho más convencionales), siempre están con la sonrisa
en la boca y dicen tacos con naturalidad. Indudablemente esto tiene su gancho,
al menos por la novedad, aunque estos simpáticos profesionales le digan al
joven en cuestión que ha de rezar tres rosarios mientras camina hacia una
ermita. Y además, dato importante, no le bombardean con advertencias sobre
los peligros del sexo, a lo que han sido muy aficionados los clérigos responsables
de nuestra formación religiosa.
En el contexto doctrinal
del Opus, lo relacionado con el sexto mandamiento queda relegado a un segundo
plano. Por encima está la eficacia, la perfección, la conquista. Pero eso
no quiere decir que no se dé importancia a la moralidad sexual. Se habla poco,
pero con dureza: «Quítame, Jesús, esa corteza roñosa de podredumbre sensual
que recubre mi corazón, para que sienta y oiga con facilidad los toques del
Paráclito en mi alma» «Camino», 130). Con seguridad, el joven sacerdote de
Barbastro que, en los años veinte y treinta, conoció en Madrid
el empacho de recomendaciones de pureza que recibía la juventud, cayó en la
cuenta de que había que dar otro enfoque al tema. La clave fue minimizarlo
y tratarlo con cierto desenfado. «Hay que cuidar la vista, la revista y la
entrevista», era una de sus frases preferidas.
¿Dónde está el
Opus?
Hasta aquí, algunas
de las ventajas obtenidas a corto plazo por esa astuta distinción que siempre
ha separado al Opus de otras instituciones. Pero, en cierto modo, monseñor
Escrivá también ha sabido preservar su obra de cara al futuro. La historia
nos dice que, en este país, las órdenes religiosas que llegaron a alcanzar
cierto poder e influencia atravesaron serias crisis por enfrentamientos con
el poder político. Tal es el caso de la Compañía de Jesús, cuando recibió
la orden de expulsión de España. O el despojo que sufrió la Iglesia toda con
la desamortización de Mendizábal.
Don Laureano,
hoy embajador en Viena, mereció el aprecio de Carrero
Blanco hace más de veinte años, hasta que llegó la «explosión» de Claudio Coello
Pues bien, difícil
se haría a futuros gobernantes proceder de semejante forma contra el Opus
Dei. En primer lugar, hay un problema práctico, que es averiguar el número
e identidad de los miembros de esta organización. Ambos datos se guardan en
absoluto secreto y ni siquiera son conocidos por los mismos socios. En segundo
lugar, el poder político se las vería moradas para actuar contra obras corporativas
de este instituto secular. Por una simple razón: ninguna de ellas pertenece
al Opus Dei. En los correspondientes registros no aparece nunca el nombre
de esta asociación, sino: patronatos, inmobiliarias, personas particulares
o cualesquiera forma de sociedades mercantiles o
culturales. Luego, eso sí, estos patronatos o inmobiliarias encomiendan al
Opus Dei «la dirección espiritual de dichos centros». Esta curiosa situación
afecta incluso a la Universidad que el Opus tiene en Pamplona, que pertenece
a una Inmobiliaria Universidad de Navarra, S. A, con diversas participaciones
de capital, entre ellas, una de la Organización Nacional de Ciegos Españoles.
Igual ocurre con residencias, pisos, colegios de EGB o escuelas de formación
profesional.
Como se ve, desde
el punto de vista espiritual, sociológico, político e incluso mercantil, el
Opus Dei es un filón aún por descubrir. Su fundador, el padre, ha muerto.
Todavía es pronto para saber si esta desaparición puede suponer -cosa poco
probable- un cambio radical en la filosofía y estrategia del primer instituto
secular de la historia que después no quiso serlo. Mientras tanto, es de imaginar
que sus hijos continúen el «camino» marcado por este pensamiento de José María
Escrivá: «Subir, para hacer subir... Cada vez más alto para levantar a los
demás.» O por la siguiente estrofa de uno de los himnos internos de la Obra:
Adelante, sin miedo, no os quedéis atrás,
con los ojos en el capitán,
que a
través de los montes
las aguas pasarán,
es consigna que no ha de fallar.
Ambos, el pensamiento
y la estrofa, muestran un espíritu del que ha participado la Iglesia tradicional
y particularmente algunas de sus órdenes religiosas, hoy en vanguardia del
progresismo. Cuando casi todas ellas han superado esa etapa, el Opus Dei permanece,
quizá, como una reserva...
Fernando García-Romanillos
V.
DE BARBASTRO A
ROMA: UN «CAMINO»
José María Escriba
Albás nace el13 de enero de 1902 en Barbastro
(Huesca), primer hijo del matrimonio formado por José Escriba Corzán y Dolores Albás Blanc. Su padre es copropietario de un comercio de tejidos,
pero el negocio quiebra y la familia lo pasa muy mal. Se ven obligados a emigrar
a Logroño, donde don José Escriba se coloca como dependiente en unos almacenes.
El pequeño José María ingresa en el seminario logroñés y después se traslada
a Zaragoza, donde termina la carrera sacerdotal y se licencia en Derecho.
De allí pasa a Madrid
con su madre, su hermana Carmen y el benjamín de la familia, Santiago. Continúa
siendo una familia de economía estrecha, pero en la capital española el joven
sacerdote se hace asesor espiritual de una dama de alta alcurnia y conecta
con ambientes universitarios. Como él diría más tarde, el 2 de octubre de
1928, durante la celebración de su misa diaria, recibe el soplo divino para
fundar algo que luego se llamó Opus Dei. Cuando estalla la guerra civil aún
no ha pasado de ser un sacerdote rodeado de un reducido grupo de fieles discípulos,
que no son públicamente conocidos. El 18 de julio le coge en Madrid, pero
consigue pasar a Valencia (donde conoce a los hermanos Sánchez Bella) y de
allí a Barcelona. Cruza por los Pirineos catalanes a Francia, en una aventura
llena de misteriosos episodios, y desde el país vecino vuelve a España por
la frontera vasca y se instala en Burgos. En 1943 es autorizado a cambiar
su apellido por Escrivá de Balaguer y Albás. Más
tarde reclamaría el título de marqués de Peralta.
Los que le conocieron
en aquella época, hasta que a finales de los 40 se trasladó a Roma, lo califican
como sacerdote emprendedor. Con los rasgos de ingenio y violencia de carácter
propios de un aragonés e imbuido de la grandeza de su misión. Desde que se
instala en Roma hasta su muerte (junio de 1975) tiene muy pocas apariciones
o declaraciones en público. Algunas entrevistas en la prensa española y francesa
y dos viajes a Sudamérica. A España acude en varias ocasiones y las visitas
más conocidas son las que hizo a Pamplona, con motivo de dos asambleas de
la Asociación de Amigos de la Universidad de Navarra, en 1964 y 1967. En ambas
ocasiones apareció en olor de multitud y son famosas sus charlas con miles
de personas que le vitoreaban y chillaban en el Teatro Gayarre o en el campus de la Universidad.
Dentro de la Iglesia
fue una figura controvertida por el afán de notoriedad personal y de su organización,
a la que imprime una línea de espiritualidad que se resiste a las innovaciones
del Vaticano II. Su obra, el Opus Dei, es objeto de polémica y escándalo en
la política española. No se descarta que haya tenido alguna entrevista con
el General Franco. Entre 1964 y 1968 tuvo un encuentro con el conde de Barcelona
y también conoció a don Javier de Borbón Parma,
en Roma. Conocidos hijos suyos han sido ministros de Franco (López Rodó, Espinosa),
destacados falangistas (Herrero Tejedor) o consejeros políticos de don Juan
de Borbón (Calvo Serer, Fontán)
o don Carlos Hugo (Ramón Masó), en la década de
los 60. Sin olvidar a tutores de Juan Carlos, como Federico Suárez o Angel López Amo.
A los pocos días
de su muerte ya se hablaba del inicio del proceso de beatificación. Quizá
se haga con más celeridad que los iniciados para dos de sus hijos, hace ya
muchos años: Isídoro Zorzano
y Montserrat Grases. Por de pronto, hay quien está especulando sobre sucesos
milagrosos debidos a la. intercesión de José Maria
Escrivá.
Los templarios, un antecedente del
Opus Dei
Ramiro Cristóbal
La época
El caballero borgoñón
Hugo de Payens fundó la orden del Temple con otros
ocho caballeros en 1128
y fue aprobada por el Papa a raíz del Concilio de Troyes,
en 1128.
El primer objetivo
de la orden fue proteger los caminos utilizados por los peregrinos que iban
a los Santos Lugares,
pero pronto entraron en campaña contra los musulmanes, distinguiéndose especialmente
en la segunda Cruzada (1146-1150), que no fue aún más desastrosa por
la valerosa actuación del Temple.
Sin embargo, los
afanes místico-guerreros de los templarios fueron dejando paso a la avaricia y aun cuando en la Edad
Media estaba prohibida la usura, abusaron de ella sin inhibiciones.
La época de los
templarios -siglo XII al XIV- estuvo marcada por las Cruzadas. Urbano II predicó
la primera Cruzada para arrebatar a los infieles los Santos Sepulcros. Una multitud
de ancianos, mujeres, niños y hombres con pocas más armas que la fe fueron
prácticamente aniquilados por los musulmanes. Poco después, caballeros italianos,
franceses, alemanes y flamencos se apoderaron de Nicea y vencieron a los turcos en la batalla
de Nicea. Más tarde se apoderaron de Jerusalén.
A mediados del siglo XII los musulmanes contraatacaron, por lo que se puso
en marcha la Segunda Cruzada, pero Saladino logró
apoderarse de Jerusalén en 1187. Toda la cristiandad cayó en la desesperación
y fue entonces cuando Barbarroja, Ricardo Corazón
de León y Felipe Augusto iniciaron la tercera Cruzada, que no logró sus objetivos.
La cuarta Cruzada
tenía móviles más comerciales que religiosos, a pesar de las inventivas del Papa Inocencio III.
Fue financiada por mercaderes venecianos que vieron claro los beneficios económicos
que traería poder comerciar sin riesgos por aquellos lugares y contar con
la base clave de Constantinopla.
Durante el siglo
XIII se organizaron
cuatro cruzadas más, todas ellas con objetivos comerciales o por ambiciones
de poder de los príncipes más poderosos.
La irrupción del Opus Dei como grupo de presión económico,
religioso y político es, además de uno de los hechos más importantes de la
España de posguerra, un auténtico motivo de reflexión sobre los hombres que
pertenecen a la Obra y sobre el porqué de su fácil imposición sobre la sociedad
española.
En efecto, todas
las peculiaridades -algunas rocambolescas- del Opus no han dejado de atraer
a los intelectuales españoles y justo es subrayar que, por lo general, las
posturas han sido bastante críticas. Entre otros análisis no han faltado en
este intento de clarificación las comparaciones históricas: el Opus ha sido
asimilado parcialmente a la francmasonería, a los jesuitas y a la ACNP. Pero,
probablemente, la más curiosa comparación histórica sea la del Opus con los
caballeros templarios.
Ayuda a este recuerdo el gran poderío económico alcanzado
por la orden templaría en el Siglo XIII, que la convirtió en «un Estado dentro
del Estado» y que llegó a rivalizar con la monarquía francesa, con la que
acabaría enfrentándose.
Una moda bastante
reciente -doctrinalmente muy vieja, en realidad- ha dado en lo que podríamos
llamar la teoría histórica de la «gran y eterna inteligencia». Son esas pretendidas
explicaciones de los sucesos históricos a partir de una posible inteligencia
oculta que dirige los destinos de los hombres. En un celebérrimo libro -«El
retorno de los brujos»- con pretensiones ocultistas, Louis Pawells
y Jacques Bergier lanzaron algunas de estas sugerencias:
existe un «sputnik» girando alrededor de la Tierra,
y dentro de él una computadora dirige la política de la URSS; una buena docena
de sabios casi inmortales vive bajo las aguas del Ganges y, desde allí, hace y deshace en el mundo; los dirigentes
políticos y económicos «visibles» son sólo, en realidad, títeres movidos por
los sabios. En fin, algo o alguien ha planeado desde la noche de los tiempos
la sorprendente expansión y vitalidad de los imperios turco y mogol; el descubrimiento
de América por los europeos; la revolución francesa y la revolución industrial;
el imperialismo y el colonialismo europeo y americano; el hambre del Tercer
Mundo y la revolución soviética. Todo esto estuvo en una mente privilegiada
en algún momento y se fue desarrollando.
Parece infantil y,
sin embargo, está teniendo más éxito y difusión de lo que parece. He aquí,
por ejemplo, algunas frases pertenecientes a Louis Charpentier,
un concienzudo historiador francés: «¿Qué voluntad
específica, segura y sabia, ha dirigido así todo un mundo durante ochocientos
años y quizá aún más? (...)» «La "cabeza" de la orden benedictina
va a jugar a este escondite durante quinientos años (...).» Es curioso seguir
a través de la historia, en correlación con los acontecimientos políticos
y militares, los desplazamientos de la mente maestra.
No obstante, la teoría,
ya queda dicho, es vieja. No es más que una traslación ocultista de la teoría
agustiniana de historia, al considerar a ésta lineal en su desarrollo hacia
un fin predeterminado. Es una forma más de rehuir la suprema lección de la
historia de que las superestructuras culturales responden a unas estructuras
económicas y políticas determinadas y no, como quieren otros -con viejo regusto
idealista-, al poder de una inteligencia que fuera del tiempo y el espacio
dirige los asuntos humanos. Probablemente, como ya se ha dicho con frecuencia,
el idealismo de ciertos historiadores contemporáneos tiene refugio más seguro
en el ambiguo campo del ocultismo que en el de las viejas posiciones cristiano-conservadoras
de fácil adscripción ideológica.
La iniciación
Una última puntualización
en torno a un aspecto que está íntimamente relacionado, tanto con los templarios
como con el Opus Dei: el de la iniciación.
El doctor Frederik Köning define así la iniciación:
«ceremonia por la que una persona es admitida en el conocimiento de ciertos
misterios de las religiones antiguas y más tarde en el seno de sectas y comunidades
secretas u ocultistas». Realmente esa ceremonia a que alude Köning no era más que el símbolo -principio o final- de una
generalmente larga labor de «concienciamiento».
La persona admitida era iluminada, en distinta medida según su grado, en los
conocimientos de la secta, de sus bases y sus fines, así como de los medios
para conseguir éstos.
En realidad, nos
encontramos ante la materialización lúdica de un aspecto político insoslayable.
Hasta el momento, ninguna ideología política con una cierta envergadura de
masas ha logrado que todos sus militantes adquieran un grado similar de conocimientos.
Hay casos -como en los de estructura por definición jerarquizada- en los que
los dirigentes no quieren que exista realmente un conocimiento compartido.
Pero aun en los movimientos más democráticos parece haber una absoluta imposibilidad
para que los conocimientos de las bases ideológicas y la decisión de la estrategia
-condicionada por el continuo y cambiante momento histórico-- pueda
ser compartida y consultada a los militantes. Así se recurre a lo único que
permite la premura: la creación de una amplia base de militantes con unos
rudimentos intelectuales y sentimentales y a los que se exige una entrega
voluntaria a una obediencia y una disciplina.
Y por encima, un
grupo más o menos amplio, de «iniciados». Unas cuantas personas a las que
se muestran las verdaderas posibilidades históricas del grupo, fuera de eslóganes
y propagandas. Este tipo de iniciación ha sido históricamente muy importante
en las sociedades secretas, que de alguna manera estaban fuera -en la oposición-
del poder constituido, pero también en aquellos grupos (como los templarios
o el Opus Dei) que se plantean una misión temporal de tipo político o económico
que, aunque al margen de dicho poder, éste en principio tolera y protege.
En todos estos casos,
la iniciación tiene un doble objetivo: el ya citado de crear una plataforma
dirigente que pueda reaccionar con agilidad y presteza ante cualquier circunstancia
y el mantener un cierto secreto muy conveniente ante la curiosidad de la gente
o del propio poder constituido.
La salvación por
el trabajo
Mientras el cristianismo
fue una religión espiritualista, cercada por lo que sus practicantes consideraban
un mundo de tentaciones y de sendas cegadas que apartaban de la que conducía
a Dios; mientras fue perseguido o socialmente mal considerado el ser cristiano,
no quedaba apenas más salida que el martirio o el ascetismo. Durante casi
cinco siglos este espíritu de defensa y autodefensa -contra los no creyentes
y contra las tentaciones mundanas que padecía uno mismo- será el predominante
entre los cristianos. En frase de Royston Pike,
«durante unos doscientos años se pensó que los rasgos distintivos de un verdadero
siervo de Dios eran la vida austera, la penitencia, los azotes y el torturarse
de una manera atroz. Al fin surgió, en vez de los grupos en celdas eremíticas,
una vida monástica organizada y con ella el trabajo y la oración vinieron
a ser las características de los religiosos más celosos».
En efecto, frente
a la tendencia ascética de los primeros eremitas surge el monaquismo hacia
finales del siglo V o principios del VI. Benito, nacido en Nursia,
cerca de Espoleto, en 480, es considerado el pionero
de esta tendencia de la Iglesia cristiana que de alguna manera tendía a justificar
al hombre por su conducta en la colectividad. Es el principio de una actividad
más combativa que tenderá hacia la conversión de «los pecadores» mediante
la actividad de los clérigos en «su medio», al mismo tiempo que permite a
las comunidades religiosas adquirir un poder material formidable en el orden
económico y político. Como ha dicho Enrique Ballestero, con frase gráfica,
para referirse a la peculiar ética del Opus Dei: «La clásica división de los
pecados en mortales y veniales debe ser revisada. La gravedad de un pecado
se mide por su efecto final, directo o indirecto, sobre la caridad objetiva.
Resulta así que las diversas clases de tibieza en el cumplimiento del deber
(por ejemplo, la despreocupación, la desgana y el descuido durante la jornada
de oficina, que se traducen en un bajo rendimiento) son pecados mortales y
no veniales: aunque los católicos de tipo medio, no solían darles mucha importancia.»
San Benito funda
una abadía en Monte Cassino, cerca de Nápoles, en
528, que se convertirá en casa matriz de todas las abadías benedictinas de
la cristiandad. La jornada benedictina estaba consagrada al trabajo manual
(siete horas), al estudio (cuatro horas) y a la oración (cuatro horas). La
importancia fundamental de la obra estriba en que salvaron la sabiduría clásica
mediante la copia de los manuscritos antiguos. Para algunos, su importancia
en la historia de la cultura es aún mayor: según ellos, los benedictinos no
sólo salvaron la cultura antigua, sino que asimilaron y aplicaron los conocimientos
arquitectónicos, musicales y astronómicos de la antigüedad oriental y griega.
En suma, hay quien cree a los benedictinos, o sus discípulos, los creadores
del románico.
En el año 910, una
rama reformada de los benedictinos funda en la localidad francesa de Cluny la orden de los cluniacenses, cuyo abad solicitó y obtuvo
completa jurisdicción sobre todos los conventos de la orden. Poco a poco,
los abades irán obteniendo sustanciosos privilegios civiles y eclesiásticos,
particularmente de los papas y los duques de Borgoña. La novedad con respecto
a los benedictinos es que el trabajo manual de los monjes es cada vez menor
(las labores agrícolas se dejan para los «monjes laicos») y se orientan más
bien hacia el trabajo intelectual.
En 1098, a unos 25
kilómetros de Dijon, en Citeaux,
el abad de Molesme funda la orden de los cistercienses.
En 1113, San Bernardo ingresa en la orden y en 1115 funda la abadía de Claraval
que no sólo será la casa matriz de la orden, sino que de ella saldrá también
la gigantesca organización templaria.
Resumamos, pues,
lo que tenemos hasta el momento:
- Algunos cristianos
deciden orientar su salvación personal a través del trabajo.
- Los benedictinos
y sus órdenes reformadas van acumulando poder material y privilegios.
- Los abades son
cada vez más independientes de los obispos y de los señores; sólo el Papa
y el rey tienen auténtico poder sobre ellos.
Se empieza a vislumbrar
lo que un historiador llama «el Estado dentro del Estado y la Iglesia dentro
de la Iglesia».
Los templarios
La orden de los templarios
fue fundada en 1118. En esta fecha, nueve caballeros, capitaneados por Hugo
de Payns -un alto oficial de la casa de Champagne-
se presentaron en Jerusalén al rey Balduino II,
que acababa de ser coronado. Su misión: defender los Santos Lugares tomados
por los cruzados, de los ataques de los «infieles». El rey acepta su ofrecimiento
y les cede una parte de su palacio, precisamente la situada en el antiguo
emplazamiento del templo de Salomón. Desde entonces serán los caballeros del
Temple o templarios. Para muchos tiene extraordinaria importancia que entre
los nueve fundadores de la orden figure Andrés de Montbard, tío de San Bernardo de Claraval,
y que pocos años más tarde -en 1125- se incorpore a la orden, en Jerusalén,
el propio conde de Champagne, Hugo. El poderío de la orden en Europa partirá,
desde luego, de la Champagne, la región situada al este de París.
En el año 1128 se
convoca un Concilio en Troyes, también en la Champagne,
y en el transcurso del mismo, Hugo de Payns manifiesta
su deseo de crear una orden de monjes soldados para guardar los Santos Lugares.
Bernardo de Claraval, que goza ya de un extraordinario
ascendiente sobre reyes y papas, se encarga de hacer la regla. Probablemente
es la única vez que se crea una orden a través de un Concilio.
Las reglas del Temple
que redacta Bernardo son, en principio, caballerescas y militares, pero hay
en ellas un aspecto muy importante: declaran explícitamente la posibilidad
y el derecho de la orden a enriquecerse y de qué manera habrán de ser administrados
y repartidos los bienes. De manera taxativa se establece que los bienes del
Temple no podrán manejarse ni siquiera por el gran maestre, sino que ha de
ser el Capítulo el que decida y que, en cualquier caso, nunca debe usarse
en beneficio de uno de los miembros. Encontramos, pues, en las reglas fundacionales
ese doble aspecto no muchas veces resaltado: por un lado, su carácter guerrero,
que pondrá de manifiesto -con bastante eficacia, por cierto- en Oriente Medio
y por otro, su potente actividad como mercaderes y banqueros en Europa occidental.
Es curioso que, por
ejemplo, David Annan sólo repare en los templarios
guerreros y se centre después en el juicio que, evidentemente, no les vino
por su actividad militar, sino por el enfrentamiento político con el rey de
Francia a causa de las riquezas acumuladas. Sin embargo, para nosotros, es
ésta, su segunda faceta, la más interesante.
Durante los dos siglos
de existencia de la orden, el Temple llega a tener un inmenso poderío económico
proveniente, en un principio, de los productos del pillaje y de las donaciones,
y que se acrecienta después con la actividad económica de la orden. Es muy
importante el que, empleando una terminología económica moderna, los templarios
no reparten ningún tipo de beneficio entre sus miembros y absolutamente todo
lo que se obtiene se invierte. Lo obtenido por un templario, un convento o
una encomienda de la orden, es inmediatamente entregado, y mientras, los caballeros
viven en la más absoluta pobreza, que llega al extremo de tener un solo plato
para cada dos y un solo caballo para cada dos combatientes. Como escribía
el propio Bernardo: «Llevan los vestidos que les dan, no buscan otros vestidos
ni otros alimentos. Desconfían de todo exceso de víveres y vestimentas. Viven
juntos, sin mujeres ni niños. Residen bajo el mismo techo sin que nada sea
de su propiedad, ni siquiera su voluntad...» La protección apenas encubierta
de San Bernardo es patente: Charpentier afirma que
San Bernardo, que en aquel momento controlaba las abadías del Cister, tenía
la clara intención de transferir a los templarios toda la «labor laica», para
lo cual dio orden a las abadías cistercienses de no aceptar ningún tipo de
donación y de transferirlas en favor del Temple.
De este modo, la
orden llegó a ser inmensamente rica. Sus encomiendas lograron cubrir una extensión
tal que los únicos caminos seguros llegaron a ser los que guardaba el Temple,
y además esta extensión y esta proliferación de «sucursales» les llevó a desarrollar
un rudimentario, pero eficaz, sistema bancario. Crearon una especie de letras
de cambio y llegaron a ejercer el préstamo particular. Por otro lado, la actividad
de su poderosa flota, tanto en el Atlántico como en el Mediterráneo, fue otra
fuente de beneficios. La creación de hosterías, la extensión del comercio
y la más libre circulación del dinero son algunas de las aportaciones históricas
de la orden; así mismo, se encargaron de realizar la recaudación real de algunas
grandes provincias como la Champagne y Flandes.
Aunque no se ha logrado
evaluar la riqueza total de la orden, se calcula que sólo en Francia llegó
a poseer más de dos millones de hectáreas integradas en las dos mil encomiendas
de la orden; además, un número indeterminado de granjas, almacenes y hosterías,
sin olvidar las innumerables casas en las ciudades, de las que poseían barrios
enteros. En el momento de comenzar el proceso contra ellos se habían extendido
por Francia, Inglaterra, España y Portugal.
El golpe contra los
templarios llegó a principios del siglo XIV. El 14 de septiembre de 1307 el
rey de Francia Felipe IV «el Hermoso» dio la orden de que fueran detenidos
todos los templarios del país. En una sola noche se llevó a cabo la operación
de detener a varios millares.
La acusación oficial
era de herejía, adoración de ídolos y sodomía. Según todos los historiadores,
la orden de Santo Domingo, a través de la inquisición, llevó adelante la acusación
y fue precisamente el gran inquisidor de Francia el dominico Guillermo de
París -confesor, además, del rey-, el que presidió el proceso. Importante
también fue el papel desempeñado por el Papa Clemente V en dicho proceso,
en el que la mayor parte de las declaraciones fueron arrancadas por medio
de la tortura.
Los bienes confiscados
a los templarios pasaron, como era de esperar, a poder del rey, la orden de
los dominicos y la familia del Papa. A partir de ese momento y desembarazada
ya de tan peligroso rival, la Inquisición sería la gran fuerza de la Iglesia
católica.
Como dato curioso
digamos que nadie ha podido explicarse por qué los templarios, que contaban
con un ejército casi tan potente y mucho más aguerrido que el del rey de Francia,
no se defendieron. Por el contrario se dejaron prender mansamente. En Alemania,
sin embargo, se presentaron armados ante el tribunal que iba a juzgarles y
fueron dejados en paz. En España, tras la disolución papal de la orden, los
templarios se integraron en otras órdenes militares y en Portugal se transformaron
en la orden de Caballeros de Cristo. Sólo en Francia e Inglaterra fueron detenidos
y buen número de ellos ejecutados como herejes; entre estos se contó el gran
maestre Santiago de Molay, que fue quemado en la
isla de Cité en 1314.
En el siglo XIV un
poeta puede escribir:
«Los hermanos del Temple, los maestres,bien bastados y aun sobradosde oro, de plata, de riquezas,¿A do fueron?, ¿qué suerte hubieron?Tal era su poder de antaño que nadie retarlo osara; no hubo tal audacia;siempre compraron, mas jamás vendieron».
¿Los templarios
entre nosotros?
Ya queda dicho que
resulta particularmente pintoresca la teoría histórica de la gran línea subterránea.
Según ésta, los templarios supervivientes continuaron su labor a través, sobre
todo, de otras sociedades secretas. Habría huellas templarías en los rosacruces
y en la masonería. Incluso se dice que cuando fue decapitado Luis XVI se alzó
una voz del público que dijo: «Santiago de Molay
ha sido vengado».
Anécdotas aparte,
la cuestión de la similitud entre los templarios y el Opus Dei creemos que
parte más de lo que podríamos denominar una tendencia político-religiosa paralela
que de corrientes subterráneas que afloren de repente.
No obstante, es preciso
anotar algunas coincidencias que cada cual puede explicarse como crea conveniente.
En primer lugar, la humilde divisa de los templarios, «Non nobis, Domine, non nobis, sed nomini tuo da gloriam»,
parece que es repetida frecuentemente por los miembros del Opus Dei mientras
besan el suelo. Después está la importancia de la rosa en ambas órdenes. Como
ya es sabido, la rosa encontrada por monseñor Escrivá en una iglesia abandonada
del bosque de Rialp en 1937, ha pasado a ser un
auténtico símbolo para el instituto. Para el Temple la rosa y la espina también
es un símbolo de capital importancia, aunque justo es consignar que la metáfora
de la flor rodeada de espinas o del sacrificio para alcanzar la perfección
es una parábola muy conocida en muchas culturas.
Lo que emparienta
realmente a unos y otros es, sobre todo, su vocación, más o menos explícita,
de obtener el poder temporal a través del poder económico. Ya ha quedado dicho
algo del alcanzado por los templarios y la alusión concreta a la obtención
de riquezas existentes en la regla de San Bernardo. Añadamos ahora, que los
albergues y hosterías templarías estaban en las rutas de grandes peregrinaciones;
la consecuencia es, que además de proselitismo con la espada, los templarios
lo hacían con la persuasión y, sobre todo, con el «ejemplo» de su grandeza
religiosa. El Opus Dei también ha volcado gran parte de su actividad en la
creación de albergues, residencias y colegios mayores para universitarios,
donde es fácil crear un «ambiente» adecuado para la persuasión proselitista.
Pero además, tanto el Temple como el Opus no realizan una labor de captación
vulgar. En uno y otro caso se dirigen a personas destacadas: los templarios
sistemáticamente captan a miembros de la realeza francesa o, como mínimo,
a altos oficiales de las grandes casas nobiliarias. Fácil es comparar este
aspecto con el apartado de las constituciones del Opus, que reza como sigue
«Lo específico sea esforzarse con todo empeño en que la clase que se llama
intelectual y aquella que (...) es directora de la sociedad civil, se adhiera
a los preceptos de Nuestro Señor Jesucristo». Preceptos interpretados, claro
está, a través de la versión integrista (tal como les acusó el teólogo Urs Von Balthazar)
peculiar del Opus Dei.
Por supuesto, el
punto de partida es el mismo: el de la salvación a través del trabajo, independiente
del que éste sea y dejando a los «iniciados» el juzgar la calidad del mismo.
Escrivá ha dicho que «el mensaje del Opus Dei es que se puede santificar cualquier
clase de trabajo honesto, sean cuales fueren las circunstancias en que se
desarrolla».
Esta frase podría
haber servido perfectamente para un benedictino y también para un templario.
La estructura interna
de los templarios y del instituto también presenta similitudes. Los templarios
aparecen jerarquizados y divididos en categorías prácticamente inamovibles,
todos bajo el poder absoluto del gran maestre. La influencia del aspecto militar
de la orden hace que las divisiones sean de este tipo; así, tras el gran maestre
(con prerrogativas casi papales dentro de la orden) iban los caballeros, y
a continuación, los sargentos; ambos formaban los «hermanos de convento»;
un grado más abajo, los «hermanos de oficio» (herreros, albañiles, armeros,
etcétera). No creo sea demasiado atrevido compararlos con la ya clásica jerarquización
del Opus en presidente (el Padre), numerarios, oblatos, supernumerarios y
cooperadores. En uno y otro caso, la selección se hace por motivos de rango
social, cualidades físicas y situación personal respecto al celibato.
En cuanto a los resultados
crematísticos, no pueden ser más similares. Unos y otros han obtenido un auténtico
imperio económico. En el caso del Opus Dei ha llegado a tener en sus manos
gran parte de la economía española y, al menos durante una década, los destinos
políticos del país.
Por último, tanto
el Temple como el Opus aparecen -por lo menos en su origen- como protegidos
por los poderes temporales y tolerados por el resto del clero y por el Papa,
a pesar de encontrarse justo en el límite de la ortodoxia, ya que mantienen
una serie de peculiaridades que sin ser, desde luego, heterodoxas, les convierten
en «sospechosos». En este sentido hay que considerar los continuos enfrentamientos
verbales de los templarios con los obispos franceses y, al fin, con la otra
gran orden de su época: los dominicos. También el Opus ha tenido sus tiranteces
con la Iglesia más progresista posconciliar y, sobre todo, con los jesuitas.
Conclusión
A pesar de todo,
poner a los templarios como un antecedente aislado e insólito del Opus Dei
en la historia sería minimizar el papel de las circunstancias objetivas. En
todo caso, podría afirmarse que dentro de una especifica rama de la Iglesia,
precisamente aquella que busca la salvación del hombre en el trabajo cotidiano,
el Temple constituye, por su relevancia, un antecedente muy importante de
la Obra.
Las interpretaciones
de lo que podría haber sido la historia si los templarios no hubieran sido
eliminados han sido muchas y de todas las clases, porque, según algunos, aquellos
fueron un factor de progreso y, según otros, llevaban camino de convertirse
en otra Inquisición tan reaccionaria o más que la de los dominicos. Ahora
cabe preguntarse qué posibilidades tiene el Opus Dei de cara al futuro. Y
en este punto es necesario una importante salvedad: mientras el Temple introduce
una perspectiva casi burguesa en el mundo medieval, el Opus presentaba una
faz autoritaria y jerárquica en un mundo en el que la democracia y la libertad
(según el patrón clásico burgués) ya han sido admitidas. El Opus introdujo
el neocapitalismo en España y a muchos pareció un
avance, porque a fines de la década de los cincuenta, el país aún no había
superado del todo la etapa autárquica de estructura predominantemente agrícola.
Pero el consumo sin la defensa de la libre crítica es una maniobra política
muy rechazable, y ese fue nuestro caso.
Por eso es dudoso
que el Opus tenga porvenir en el mundo de hoy. Fuera de países como España
y quizá algunos países latinoamericanos, sus posiciones ideológicas resultan
anacrónicas. El Temple se adelantó a su época y por este ahistoricismo
fue destruido; el Opus retrasa con respecto a la hora del mundo, y por ello
es muy probable que languidezca y se extinga por si mismo.
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