Fecha publicación: 06-05-2005
«Los movimientos eclesiales y su colocación
teológica»
Por el cardenal Joseph Ratzinger,
28-05-1998
ROMA, viernes, 6 mayo 2005 (ZENIT.org).- Publicamos la conferencia que pronunció el 28 de
mayo de 1998 el cardenal Joseph Ratzinger al
inaugurar en Roma el Congreso mundial de los movimientos eclesiales, organizado
por el Consejo Pontificio para los Laicos. Su título es «Los movimientos
eclesiales y su colocación teológica».
* * *
En la gran encíclica misionera «Redemptoris Missio», el Santo Padre escribe: «Dentro de la Iglesia se
presentan varios tipos de servicios, funciones, ministerios y formas de
animación de la vida cristiana. Recuerdo, como novedad emergida en no pocas
iglesias en los tiempos recientes, el gran desarrollo de los «movimientos
eclesiales», dotados de fuerte dinamismo misionero. Cuando se integran con
humildad en la vida de las iglesias locales y son acogidos cordialmente por
obispos y sacerdotes en las estructuras diocesanas y parroquiales, los
movimientos representan un verdadero don de Dios para la nueva evangelización y
para la actividad misionera propiamente dicha. Recomiendo, pues, difundirlos y
valerse de ellos para dar nuevo vigor, sobre todo entre los jóvenes, a la vida
cristiana y a la evangelización, en una visión plural de los modos de asociarse
y de expresarse» (n. 72).
Para mí, personalmente, fue un evento maravilloso la primera vez que entré en
contacto más estrechamente -a los inicios de los años setenta- con movimientos
como los Neocatecumenales, Comunión y Liberación, los
Focolares, experimentando el empuje y el entusiasmo
con que ellos vivían su fe, y que por la alegría de esta fe sentían la
necesidad de comunicar a otros el don que habían recibido. En ese entonces, Karl Rahner y otros solían hablar
de «invierno» en la Iglesia; en realidad parecía que, después de la gran
floración del Concilio, hubiese penetrado hielo en lugar de primavera, fatiga
en lugar de nuevo dinamismo. Entonces parecía estar en cualquier otra parte el
dinamismo; allá donde -con las propias fuerza y sin molestar a Dios- se
afanaban para dar vida al mejor de los mundos futuros. Que un mundo sin Dios no
pueda ser bueno, menos aún el mejor, era evidente para cualquiera que no
estuviese ciego. Pero, ¿Dios dónde estaba? ¿Y la Iglesia, después de tantas
discusiones y fatigas en la búsqueda de nuevas estructuras, no estaba de hecho
extenuada y apocada? La expresión rahneriana era
plenamente comprensible, expresaba una experiencia que hacíamos todos. Pero he
aquí, de pronto, algo que nadie había planeado. He aquí que el Espíritu Santo,
por así decirlo, había pedido de nuevo la palabra. Y en hombres jóvenes y en
mujeres jóvenes renacía la fe, sin «si» ni «pero», sin subterfugios ni
escapatorias, vivida en su integridad como don, como un regalo precioso que
ayuda a vivir. No faltaron ciertamente aquellos que se sintieron importunados
en sus debates intelectuales, en sus modelos de una Iglesia completamente
diversa, construida sobre el escritorio, según la propia imagen. ¿Y cómo podía
ser de otro modo? Donde irrumpe el Espíritu Santo siempre desordena los
proyectos de los hombres. Pero había y hay aún dificultades más serias.
Aquellos movimientos, efectivamente, padecieron -por así decirlo- enfermedades
de la primera edad. Se les había concedido acoger la fuerza del Espíritu, el
cual, sin embargo, actúa a través de hombres y no los libra por encanto de sus
debilidades. Había propensión al exclusivismo, a visiones unilaterales, de
donde provino la dificultad para integrarse en las iglesias locales. Desde el
propio empuje juvenil, aquellos chicos y chicas tenían la convicción de que la
iglesia local debería elevarse, por así decir, a su modelo y nivel, y no
viceversa, que les correspondiese a ellos dejarse engastar en un conjunto que
tal vez estaba de verdad lleno de incrustaciones. Se tuvieron fricciones, de
las cuales, en modos diversos, fueron responsables ambas partes. Se hizo
necesario reflexionar sobre cómo las dos realidades -la nueva floración eclesial
originada por situaciones nuevas y las estructuras preexistentes de la vida
eclesial, es decir, la parroquia y la diócesis- podían relacionarse de forma
justa. Aquí se trata, en gran medida, de cuestiones más bien prácticas, que no
deben ser llevada demasiado alto en los cielos de lo teórico. Mas, por otro
lado, está en juego un fenómeno que se presenta periódicamente, de diversas
formas, en la historia de la Iglesia. Existe la permanente forma fundamental de
la vida eclesial en la que se expresa la continuidad de los ordenamientos
históricos de la Iglesia. Y se tienen siempre nuevas irrupciones del Espíritu
Santo, que vuelven siempre viva y nueva la estructura de la Iglesia. Pero casi
nunca esta renovación se encuentra del todo inmune de sufrimientos y
fricciones. Por lo tanto, no se nos puede eximir de la obligación de dilucidar
cómo se pueda individuar correctamente la colocación teológica de los
«movimientos» en la continuidad de los ordenamientos eclesiales.
I. Intentos de clarificación a través de una dialéctica de los principios:
1. Institución y Carisma
Para la solución del problema se ofrece sobre todo
como esquema fundamental, la dualidad de Institución y evento, Institución y
Carisma. Pero, dado que se intenta iluminar más a fondo las dos nociones, para
dar con reglas sobre las que precisar válidamente su relación recíproca, se
perfila algo inesperado. El concepto de «Institución» se escapa de entre las
manos de quien intenta definirlo con rigor teológico. ¿Qué cosa son, en efecto,
los elementos institucionales implicados que orientan a la Iglesia en su vida
como estructura estable? Obviamente, el ministerio sacramental en sus diversos
grados: episcopado, presbiterado, diaconado. El sacramento, que
-significativamente- lleva consigo el nombre de «Orden», es en definitiva la
única estructura permanente y vinculante que, diríamos, da a la Iglesia su
estructura estable originaria y la constituye como «Institución». Pero sólo en nuestro siglo, ciertamente por razones de
conveniencia ecuménica, se ha hecho de uso común designar el sacramento del
Orden simplemente como «ministerio», puesto que aparece a partir del único
punto de vista de la Institución, de la realidad institucional. Sólo que, este
ministerio es un sacramento y, por lo tanto, es evidente que se rompe la común
concepción sociológica de Institución. Que el único elemento estructural
permanente de la Iglesia sea un «sacramento», significa, al mismo tiempo, que
éste debe ser continuamente actualizado por Dios. La Iglesia no dispone autónomamente
de él, no se trata de algo que exista simplemente y por determinar según las
propias decisiones. Sólo secundariamente se realiza por una llamada de la
Iglesia; primariamente, por el contrario, se actúa por una llamada de Dios
dirigida a estos hombres, digamos en modo carismático-pneumatológico.
Se sigue que puede ser acogido y vivido, incesantemente, sólo en fuerza de la
novedad de la vocación, de la indisponibilidad del Espíritu. Puesto que las
cosas están así, puesto que la Iglesia no puede instituir ella misma
simplemente unos «funcionarios», sino debe esperar a la llamada de Dios, es por
esta misma razón -y, en definitiva, sólo por ésta- que puede tenerse penuria de
sacerdotes. Por lo tanto, desde el inicio ha sido claro que este ministerio no
puede ser producido por la Institución, sino que es impetrado a Dios. Desde el
inicio es verdadera la palabra de Jesús: «¡La mies es mucha, y los operarios
pocos. Rogad, pues, al dueño
de la mies que envíe operarios a su mies!» (Mt 9,
37ss). Se entiende de este modo, por lo tanto, que la
llamada de los doce apóstoles haya sido fruto de una noche de oración de Jesús
(Lc 6, 12ss).
La Iglesia latina ha subrayado explícitamente tal carácter rigurosamente
carismático del ministerio presbiteral, y lo ha hecho -en coherencia con
antiquísimas tradiciones eclesiales- vinculando la condición presbiteral con el
celibato, que con toda evidencia puede ser entendido sólo como carisma
personal, y no simplemente como cualidad ministerial. La pretensión de separar
la una de la otra se apoya, en definitiva, sobre la idea de que el estado
presbiteral pueda ser considerado no carismático, sino -para la seguridad de la
Institución y de sus exigencias- como puro y simple ministerio que toca a la
Institución misma conferir. Si de este modo se quiere integrar totalmente el
estado presbiteral en la propia realidad administrativa, con sus seguridades
institucionales, he aquí que el vínculo carismático, que se encuentra en la
exigencia del celibato, se vuelve un escándalo por eliminar lo antes posible.
Pero, después, también la Iglesia en su totalidad se entiende como una
estructura puramente humana, y nunca alcanzará la seguridad que de esa forma se
buscaba. Que la Iglesia no sea una Institución nuestra, no obstante la
irrupción de alguna otra cosa, puesto que es por su naturaleza «iuris divini», de derecho divino,
es un hecho del que se sigue que nosotros no podemos jamás creárnosla por
nosotros mismos. Equivale a decir que no nos es lícito jamás aplicarle un
criterio puramente institucional; equivale a decir que la Iglesia es
enteramente ella misma sólo a partir de momento en que se trascienden los
criterios y las modalidades de las instituciones humanas.
Naturalmente, junto con esta estructura fundamental verdadera y propia -el sacramento-,
en la Iglesia existen también instituciones de derecho meramente humano,
destinadas a múltiples formas de administración, organización, coordinación,
que pueden y deben desarrollarse según las exigencias de los tiempos. Sin
embargo, hay que decir a renglón seguido, que la Iglesia tiene, sí, necesidad
de semejantes instituciones; pero, que si éstas se hacen demasiado numerosas y
preponderantes, ponen en peligro la estructura y la vitalidad de su naturaleza
espiritual. La Iglesia debe continuamente verificar su propio conjunto
institucional, para que no se revista de indebida importancia, no se endurezca
en una armadura que sofoque aquella vida espiritual que le es propia y
peculiar. Naturalmente es comprensible que si desde hace mucho tiempo faltan
vocaciones sacerdotales, la Iglesia sienta la tentación de procurarse, por así
decir, un clero sustitutivo de derecho puramente humano. Ella puede encontrarse
realmente en la necesidad de instituir estructuras de emergencia, y se ha
valido de esto frecuentemente y con gusto en las misiones y en situaciones
análogas. No se puede estar más que agradecidos a cuantos en semejantes
situaciones eclesiales de emergencia han servido y sirven como animadores de la
oración y primeros predicadores del Evangelio. Pero si en todo esto se
descuidase la oración por las vocaciones al Sacramento, si aquí o allá la
Iglesia comenzase a bastarse en tal modo a sí misma y, podríamos
decir, a volverse casi autónoma del don de Dios, ella se comportaría como Saúl,
que en la gran tribulación filistea esperó largamente a Samuel, pero tan pronto
como éste no se hizo ver y el pueblo comenzó a despedirse, perdió la paciencia
y ofreció él mismo el holocausto. A él, que había pensado precisamente que no
podía actuar de otra manera en caso de emergencia y que se podía, más aún se
debía permitir tomar en mano él mismo la causa de Dios, le fue dicho que
precisamente por esto se había jugado todo: «Obediencia yo quiero, no sacrificio» (cf. 1 Sam, 13, 8-14; 15, 22).
Volvamos a nuestra pregunta: ¿cómo es la relación recíproca entre estructuras
eclesiales estables y los continuos brotes carismáticos? No nos da una
respuesta satisfactoria el esquema Institución-Carisma, ya que la
contraposición dualista de estos dos aspectos describe insuficientemente la
realidad de la Iglesia. Esto no quita que, de cuanto se ha dicho hasta ahora,
pueda tomarse un primer principio orientativo:
a) Es importante que el ministerio sacro, el sacerdocio, sea entendido y
vivido también él carismáticamente. El sacerdote tiene también el deber de ser un «pneumático»,
un homo spiritualis, un hombre suscitado, estimulado,
inspirado por el Espíritu Santo. Es un deber de la Iglesia hacer que este
carácter del sacramento sea considerado y aceptado. En la preocupación por la sobrevivencia de sus estructuras,
no le está permitido poner en primer plano el número, reduciendo las exigencias
espirituales. Si lo hiciese, volvería irreconocibles el sentido mismo del
sacerdocio y la fe. La Iglesia debe ser fiel y reconocer al Señor como aquél
que crea y sostiene la Iglesia. Y debe ayudar de todas maneras al llamado a
permanecer fiel más allá de sus inicios, a no caer lentamente en la rutina,
pero sobre todo a volverse cada día más un verdadero hombre del Espíritu.
b) Allá donde el ministerio sacro haya sido vivido así, pneumáticamente y carismáticamente, no se da ninguna
rigidez institucional: subsiste, en cambio, un
apertura interior al Carisma, una especie de «olfato» para el Espíritu Santo y
su actuar. Y entonces también el Carisma puede reconocer nuevamente su propio
origen en el hombre del ministerio, y se encontrarán vías de fecunda
colaboración en el discernimiento de los espíritus.
c) En situaciones de emergencia la
Iglesia debe instituir estructuras de emergencia. Pero estas últimas, deben
entenderse a sí mismas en apertura interior al sacramento, dirigirse a él, no
alejarse de él. En líneas generales, la Iglesia deberá mantener las
instituciones administrativas lo más reducidas posible. Lejos de sobreinstitucionalizarse, deberá permanecer siempre abierta
a las imprevistas, improgramables llamadas del Señor.
2. Cristología y pneumatología
Pero, ahora se presenta la pregunta: ¿si Institución y Carisma son sólo
parcialmente considerables como realidades que se limitan y, por lo tanto, el
binomio no aporta más que respuestas parciales a nuestra cuestión, se dan
quizás otros puntos de vista teológicos más apropiados? En la actual teología
es siempre más evidente que emerge, en primer plano, la contraposición entre el
aspecto cristológico y el pneumatológico
de la Iglesia. De donde se afirma que el sacramento está correlacionado con la
línea cristológico-encarnacional,
a la que después debería sumarse la línea pneumatológico-carismática.
Es justo decir al respecto que se debe hacer distinción entre Cristo y
Espíritu. Al contrario, como no se puede tratar a las tres personas de la
Trinidad como una comunidad de tres dioses, sino que se debe entender como un
único Dios en la tríada relacional de las Personas, así también la distinción
entre Cristo y el Espíritu es correcta sólo si, gracias a su diversidad,
logramos entender mejor su unidad. No es posible comprender correctamente al
Espíritu sin Cristo, pero tampoco a Cristo sin el Espíritu Santo. «El Señor es
el Espíritu», nos dice Pablo en 2 Cor 3, 17. Esto no
quiere decir que los dos sean sic et simpliciter la
misma realidad o la misma persona. Quiere decir, más bien, que Cristo en cuanto
es el Señor, puede estar entre nosotros y para nosotros, sólo en cuanto la
encarnación no ha sido su última palabra. La encarnación tiene cumplimiento en
la muerte en la Cruz, y en la Resurrección. Es como decir que Cristo puede
venir sólo en cuanto nos ha precedido en el orden vital del Espíritu Santo y se
comunica a través de él y en él. La cristología pneumatológica
de san Pablo y de los discursos de despedida del Evangelio de Juan aún no han
penetrado suficientemente en nuestra visión de la cristología y de la pneumatología. Sin embargo, este es el presupuesto esencial
para que existan sacramento y presencia sacramental del Señor.
He aquí, por lo tanto, que una vez más se iluminan el ministerio «espiritual»
en la Iglesia y su colocación teológica, que la tradición ha fijado en la
noción de successio apostolica.
«Sucesión apostólica» no significa, en efecto, como podría parecer, que nos
volvemos, por así decir, independientes del Espíritu gracias al ininterrumpido concatenarse de la sucesión. Exactamente al
contrario, el vínculo con la línea de la successio
significa que el ministerio sacramental no está jamás a nuestra disposición,
sino que debe ser dado siempre y continuamente por el Espíritu, siendo
precisamente aquel Sacramento-Espíritu que no podemos hacernos por nosotros,
actuarnos por nosotros. Para ello, no es suficiente la competencia funcional en
cuanto tal: es necesario el don del Señor. En el sacramento, en el vicario
operar de la Iglesia por medio de signos, Él ha reservado para sí mismo la
permanente y continua institución del ministerio sacerdotal. La unión más
peculiar entre «una vez» y «siempre», que vale para el misterio de Cristo, aquí
se hace de un modo más visible. El «siempre» del
sacramento, el hacerse presente pneumáticamente del
origen histórico, en todas las épocas de la Iglesia, presupone el vínculo con
el «efapax», con el irrepetible evento originario. El
vínculo con el origen, con aquella estaca firmemente clavada en tierra, que es
el evento único y no repetible, es imprescindible. Jamás podremos evadirnos en
una pneumatología suspendida en el aire, jamás
podremos dejar a las espaldas el sólido terreno de la encarnación, del operar
histórico de Dios. Por el contrario, sin embargo, este irrepetible se hace participable en el don del Espíritu Santo, que es el
Espíritu de Cristo resucitado. El irrepetible no desemboca en lo ya sido, en la
no repetibilidad de lo que ha pasado para siempre,
sino que posee en sí la fuerza del volverse presente, ya que Cristo ha
atravesado el «velo de la carne» (Heb
10, 20) y, por tanto, en el evento, el irrepetible ha vuelto accesible lo que
siempre permanece. ¡La encarnación no se detiene en el Jesús histórico, en su «sarx» (cf. 2 Cor
5, 16)! El «Jesús histórico» será precisamente
importante para siempre porque su carne es transformada con la Resurrección, de
modo que ahora Él puede, con la fuerza del Espíritu Santo, hacerse presente en
todos los lugares y en todos los tiempos, como admirablemente muestran los
discursos de despedida de Jesús en el Evangielio de
Juan (cf. particularmente Jn
14, 28: «Me voy y regresaré a vosotros»). De esta
síntesis cristológico-pneumatológica
es de esperar que, para la solución de nuestro problema, nos sea de gran
utilidad una profundización en la noción de «sucesión apostólica».
3. Jerarquía y profecía
Antes de profundizar en estas ideas, mencionemos brevemente una tercera
propuesta de interpretación de la relación entre las estructuras eclesiales
estables y las nuevas floraciones pneumáticas: hoy
hay quien, retomando la interpretación escriturística
de Lutero sobre la dialéctica entre la Ley y el
Evangelio, contrapone sin más la línea cúltico-sacerdotal
a la profética en la historia de la salvación. En la segunda se inscribirían
los movimientos. También esto, como todo lo que sobre esto habíamos
reflexionado hasta ahora, no es del todo erróneo; pero, aún es demasiado
impreciso y por esto inutilizable, tal como se presenta. El problema es
demasiado vasto para ser tratado a fondo en esta sede. Sobre todo habría que
recordar que la ley misma tiene carácter de promesa. Sólo porque es tal, Cristo
ha podido cumplirla y, cumpliéndola, ha podido al mismo tiempo «abolirla». Ni siquiera los profetas bíblicos, en verdad, han
relegado la Torá, más bien, al contrario, han
pretendido valorizar su verdadero sentido, polemizando contra los abusos que se
hacían de ella. Es relevante, en fin, que la misión profética sea siempre
conferida a personas singulares y jamás sea fijada a una «casta» («coetus») o status peculiar. Siempre que (como de hecho ha
sucedido) la profecía se presenta como un status, los profetas bíblicos la
critican con dureza no menor que aquella que usan con la «casta» de los
sacerdotes veterotestamentarios. Dividir la Iglesia
en una «izquierda» y en una «derecha», en el estado profético de las órdenes
religiosas o de los movimientos de una parte y la jerarquía de la otra, es una
operación a la que nada en la Escritura nos autoriza. Al contrario, es algo
artificial y absolutamente antitético a la Escritura. La Iglesia está edificada
no dialécticamente, sino orgánicamente. De verdadero, por lo tanto, sólo queda
que en ella se dan funciones diversas y que Dios suscita incesantemente hombres
proféticos -sean ellos laicos, religiosos o, por qué no, obispos y sacerdotes-
los cuales le lanzan aquella llamada, que en la vida normal de la «institución»
no alcanzaría la fuerza necesaria. Personalmente, considero que no sea posible
entender a partir de esta esquematización la naturaleza y deberes de los
movimientos. Y ellos mismos están muy lejos de entenderse de tal manera. El
fruto de las reflexiones expuestas hasta ahora es escaso para los fines de
nuestra problemática, pero no por esto carece de importancia. No se llega a la
meta si como punto de partida hacia una solución, se escoge una dialéctica de
los principios. En vez de intentar por esta vía, a mi parecer conviene adoptar
un planteamiento histórico, que es coherente con la naturaleza histórica de la
fe y de la Iglesia.
II. Perspectiva histórica: sucesión apostólica y movimientos apostólicos
1. Ministerios universales y locales
Preguntémonos, pues: ¿cómo aparece el exordio de la Iglesia? También quien
dispone de un modesto conocimiento de los debates sobre la Iglesia naciente, en
función de cuya configuración todas las iglesias y comunidades cristianas
buscan justificarse, sabe bien que parece una empresa desesperada poder llegar
a algún resultado partiendo desde semejante pregunta de naturaleza
historiográfica. Si no obstante esto, me arriesgo a comenzar para buscar a
tientas una solución, esto sucede con el presupuesto de una visión católica de
la Iglesia y de sus orígenes que, por una parte, nos ofrece una marco sólido,
pero, por otro lado, nos deja espacios abiertos de ulterior reflexión, que
están todavía muy lejos de ser agotados. No queda ninguna duda de que los
inmediatos destinatarios de la misión de Cristo sean, a partir de Pentecostés,
los doce apóstoles, que rápidamente encontramos denominados también «apóstoles». A ellos se les confía el deber de hacer llegar el mensaje
de Cristo «hasta los últimos confines de la tierra» (Hc
1, 8), de ir a todos los pueblos y hacer de todos los hombres discípulos de
Jesús (cf. Mt 28, 19). El área asignada a ellos es el mundo. Sin delimitaciones
locales ellos sirven a la creación del único cuerpo de Cristo, del único pueblo
de Dios, de la única Iglesia de Cristo. Los apóstoles no eran obispos de
determinadas iglesias locales, aunque sí apóstoles y, en cuanto tales,
destinados al mundo entero y a la entera Iglesia por construir; la Iglesia
universal precede a las iglesias locales que surgen como actuaciones concretas
de ella. Para decirlo aún más claramente y sin sombra de equívocos, Pablo no
fue jamás obispo de una determinada localidad, ni quiso jamás serlo. La única
repartición que se tuvo a los inicios Pablo la delínea
en Gal 2, 9: «Nosotros -Bernabé y yo- para los
paganos; ellos -Pedro, Santiago y Juan- para los hebreos».
Sólo que de esta bipartición inicial se pierde rápidamente toda huella: también
Pedro y Juan se saben enviados a los paganos e inmediatamente cruzan los
confines de Israel. Santiago, el hermano del Señor, que después del año 42 se
convierte en una especie de primado de la Iglesia hebraica, no era un apóstol.
También sin ulteriores consideraciones de detalle, podemos afirmar que el
ministerio apostólico es un ministerio universal, dirigido a la humanidad entera,
y por lo tanto a la única Iglesia Universal. A partir de la actividad misionera
de los apóstoles nacen las iglesias locales, las cuales tienen necesidad de
responsables que las guíen. A ellos incumbe la obligación de garantizar la
unidad de fe con la Iglesia entera, de plasmar la vida interna de las iglesias
locales y de mantener abiertas las comunidades, a fin de permitirles crecer
numéricamente y de hacer llegar el don del Evangelio a los conciudadanos aún no
creyentes. Este ministerio eclesial local, que al inicio aparece bajo múltiples
denominaciones, adquiere poco a poco una configuración estable y unitaria. En
la Iglesia naciente, por lo tanto, existen con toda evidencia, codo a codo, dos
estructuras que, aun teniendo, sin duda, relación entre sí, son netamente
distinguibles: por una parte, los servidores de las iglesias locales, que poco
a poco van asumiendo formas estables; por otra, el ministerio apostólico, que
pronto ya no está reservado únicamente a los Doce (cf
Ef 4, 10). En Pablo se
pueden distinguir netamente dos concepciones de «apóstol»: por un lado, él
acentúa mucho la unicidad específica de su apostolado, que apoya sobre un
encuentro con el Resucitado y que, por lo tanto, lo coloca al mismo nivel que
los Doce. Por el otro, Pablo prevé -por ejemplo en 1 Cor
12, 28- un ministerio de «apóstol» que trasciende por mucho el círculo de los
Doce: también cuando en Rm 16, 7 él designa a Andrónico y a Junia como
apóstoles, subyace esta concepción más amplia. Una terminología análoga encontramos en Ef 2, 20, donde,
hablándonos de apóstoles y profetas como fundamento de la Iglesia, ciertamente
no se refiere sólo a los Doce. Los Profetas de los que habla la Didaché, al inicio del segundo siglo, son considerados con
toda evidencia como un ministerio misionero universal. Todavía más interesante
es que de ellos se dice: «Son vuestros sumos sacerdotes» (13, 3).
Podemos, por lo tanto, partir del hecho de que la convivencia de los dos tipos
de ministerio --el universal y el local-- perdura hasta avanzado el siglo
segundo, esto es, hasta la época en que se cuestiona ya seriamente quién sea
ahora el portador de la unidad apostólica. Varios textos nos inducen a pensar
que la convivencia de las dos estructuras estuvo muy lejos del proceder sin
conflictos. La Tercera carta de Juan nos evidencia una situación conflictiva
del género. Pero cuanto más se alcanzaban -tal como eran accesibles entonces-
los «últimos confines de la tierra», tanto más se volvía difícil continuar
atribuyendo a los «itinerantes» una posición que tuviese un sentido; es posible
que abusos en su ministerio hayan contribuido a favorecer la separación
gradual. Quizás correspondía a las comunidades locales y a sus responsables
-que mientras tanto habían asumido un perfil bien denotado en la tríada de
obispo, presbítero, diácono- el deber de propagar la
fe en las áreas de las respectivas iglesias locales. Que en el tiempo del
emperador Constantino los cristianos sumasen cerca del ocho por ciento de la
población de todo el imperio y que al fin del siglo IV fuesen todavía una
minoría, es un hecho que dice cuán grave era aquél deber. En tal situación los
jefes de las iglesias locales, los obispos, debieron darse cuenta de que quizás
ellos se habían convertido en los sucesores de los apóstoles y que el mandato
apostólico recaía completamente sobre sus espaldas. La conciencia de que los
obispos, los jefes responsables de las iglesias locales, son los sucesores de
los apóstoles, encuentra una clara configuración en Ireneo
de Lyón en la segunda mitad del siglo II. Las determinaciones que él da sobre
la esencia del ministerio episcopal incluyen dos elementos fundamentales:
a) «Sucesión apostólica» significa sobretodo algo que para nosotros es
obvio: garantizar la continuidad y la unidad de la fe y eso en una continuidad
que nosotros llamamos «sacramental».
b) Pero a todo esto va unido un deber concreto, que trasciende la
administración de las iglesias locales: los obispos deben preocuparse de que se
siga cumpliendo el mandato de Jesús, el mandato de hacer de todos los pueblos
discípulos suyos, y de llevar el Evangelio hasta los confines de la tierra. A
ellos -e Ireneo lo subraya vigorosamente- les toca
impedir que la Iglesia se transforme en una federación de iglesias locales
yuxtapuestas, y que conserve su unidad y su universalidad. Los obispos deben
continuar el dinamismo universal del carácter apostólico de la Iglesia.
Si al inicio hemos mencionado el peligro de que el ministerio presbiteral pueda
transformarse en algo meramente institucional y burocrático, olvidando la
dimensión carismática, ahora se perfila un segundo peligro: el ministerio de la
sucesión apostólica puede reducirse a despachar servicios en el ámbito de la
iglesia local, olvidando en el corazón y en la acción, la universalidad del
mandato de Cristo. La inquietud que nos impulsa a llevar a los demás el don de
Cristo puede extinguirse en la parálisis de una Iglesia firmemente organizada.
En palabras un poco más fuertes: es intrínseco al concepto de sucesión
apostólica algo que trasciende el ministerio eclesiástico meramente local. La
sucesión apostólica no puede reducirse a esto. El elemento universal, que va
más allá de los servicios debidos a las iglesias locales, permanece como una
necesidad imprescindible.
2. Movimientos apostólicos en la historia de la Iglesia
Esta tesis, que anticipa las conclusiones de mi argumento, debe
ser profundizada y concretada en el plano historiográfico. Ella nos lleva
directamente hacia el problema de la situación eclesial de los movimientos. He
dicho que, por diversas razones, en el siglo II, los servicios ministeriales
propios de la Iglesia universal desaparecen y el ministerio episcopal las asume
totalmente. Por muchas razones fue una evolución no sólo históricamente
inevitable, sino también teológicamente indispensable; gracias a ello se
manifestó la unidad del sacramento y la unidad intrínseca del servicio
apostólico. Pero, como ya se ha dicho, fue una evolución que acarreaba
peligros. Por ello fue lógico que en el siglo III apareciera, en la vida de la
Iglesia, un elemento nuevo que se puede definir sin ninguna dificultad como un
«movimiento»: el monaquismo. Se puede objetar que el monaquismo original no
tuvo ningún carácter misionero ni apostólico, y que, por el contrario, era una
huida del mundo hacia islas de santidad. Indudablemente, se ve al inicio una
falta de tensión misionera, orientada directamente a la propagación de la fe
por todo el mundo. En Antonio, que destaca como una figura histórica claramente
individuable en los inicios del monaquismo, el ímpetu
determinante es la decisión de aspirar a la vida evangélica, la voluntad de
vivir radicalmente el Evangelio en su plenitud. La historia de su conversión es
sorprendentemente similar a la de san Francisco de Asís. Las motivaciones de
éste y de aquél son idénticas: tomar el Evangelio al pie de la letra, seguir a
Cristo en la pobreza total y conformar la vida con la suya. Ir al desierto es
una huida de la estructura fuertemente organizada de la Iglesia local, evadirse
de una cristiandad que poco a poco se adapta a las necesidades de la vida en el
mundo, para seguir a Cristo sin «si» ni «pero». Surge
una nueva paternidad espiritual, que no tiene, es cierto, ningún carácter
explícitamente misionero, pero que incorpora la de los obispos y presbíteros
con la fuerza de una vida vivida en todo u para todo pneumáticamente.
En Basilio, que dio un sello definitivo el monaquismo oriental, se puede ver de
modo claro y definido, la problemática con que varios movimientos se saben
confrontados hoy. Él no quiso crear una institución al margen de la Iglesia
institucional. La primera regla propiamente dicha que escribió, pretendía ser
-para decirlo con von Balthasar-
no una regla de religiosos, sino una regla eclesial, «el Enchiridion
del cristiano resuelto». Es lo que sucede en los
orígenes de casi todos los movimientos, también y de modo especial en nuestro
siglo: no se busca una comunidad particular, sino el cristianismo integral, la
Iglesia que, obedeciendo al Evangelio, viva de él. Basilio, que al principio
fue monje, aceptó el episcopado, subrayando vigorosamente su carácter
carismático, la unidad interior de la Iglesia vivida por el obispo en su vida
personal. La lucha de Basilio es análoga a la de los movimientos
contemporáneos: él debió admitir que el movimiento del seguimiento radical, no
se dejaba fundir totalmente en la realidad de la iglesia local. En su segundo
intento de regla, la que Gribomont denomina «el
pequeño Asketikon», parece que según él el movimiento
es una «forma intermedia entre un grupo de cristianos resueltos, abierto a la
totalidad de la Iglesia, y una orden monástica que se va organizando e
institucionalizando». El mismo Gribomont
ve en la comunidad monástica fundada por Basilio un «pequeño grupo para la vitalización del todo» eclesial, y no duda en considerar a
Basilio «patrono no sólo de las órdenes educadoras y asistenciales, sino
también de las nuevas comunidades sin votos».
Es claro, por lo tanto, que el movimiento monástico crea un nuevo centro de
vida, que no socava las estructuras de la iglesia local sub-apostólica,
pero que tampoco coincide sic et simpliciter con
ella, ya que actúa en ella como fuerza vivificante, y constituye al mismo
tiempo una reserva de la cual la iglesia local puede servirse para procurarse
eclesiásticos verdaderamente espirituales, en los cuales se funden, cada vez de
modo nuevo, Institución y Carisma. Es significativo que la Iglesia oriental
busque sus obispos en el mundo monástico y de este modo defina al episcopado
carismáticamente como un ministerio que se renueva incesantemente a partir de
su carácter apostólico.
Si se mira la historia de la Iglesia en su conjunto, salta a la vista que por
un lado el modelo de Iglesia local está decididamente configurado por el
ministerio episcopal, es el nexo y la estructura permanente a lo largo de los
siglos. Pero ella está también permeada
incesantemente por las diversas oleadas de nuevos movimientos, que revalorizan
continuamente el aspecto universal de la misión apostólica y la radicalidad el
Evangelio, y que, por esto mismo, sirven para asegurar vitalidad y verdad
espirituales a las iglesias locales. Quiero dar algunos trazos de cinco de
estas oleadas posteriores al monaquismo de la Iglesia primitiva, de las cuales
emerge siempre con mayor claridad la esencia espiritual de lo que podemos
llamar «movimiento», clarificando así progresivamente su ubicación eclesiológica.
1) La primera oleada la veo en el monaquismo misionero que tuvo su
esplendor desde Gregorio Magno (590-604) a Gregorio II (715-731) y Gregorio III
(731-741). El Papa Gregorio Magno intuyó el intrínseco
potencial misionero del monaquismo y lo puso en acción enviando a los paganos
anglos de las islas británicas al monje Agustín, (que después fue obispo de Canterbury) y a sus compañeros. Ya se había tenido la
misión irlandesa de San Patricio, que también echaba sus raíces espirituales en
el monaquismo. Por lo tanto, se ve que el monaquismo es el gran movimiento
misionero que incorpora los pueblos germanos a la Iglesia católica, edificando
así la nueva Europa, la Europa cristiana. Armonizando Oriente y Occidente, en
el siglo IX, los hermanos y monjes Cirilo y Metodio, llevan el Evangelio al mundo eslavo. De todo esto
emergen dos elementos constitutivos que definen la realidad llamada
«movimiento»:
a) El Papado no ha creado los movimientos, pero ha sido su esencial
sostén dentro de la estructura de la Iglesia, su pilar eclesial. Aquí se ve
claramente el sentido profundo y la verdadera esencia del ministerio petrino: el obispo de Roma no es sólo el obispo de una
iglesia local; su ministerio alcanza siempre a la Iglesia Universal. En cuanto
tal, tiene un carácter apostólico en un sentido totalmente específico. Debe
mantener vivo el dinamismo misionero «ad extra» y «ad intra». En la Iglesia oriental fue al emperador quien pretendió
en un primer momento un cierto tipo de ministerio de la unidad y de la
universalidad; no fue por casualidad que se quiso atribuir a Constantino el
título de apóstol ad extra. Pero su ministerio puede ser en el mejor de los
casos una función de suplencia temporal, lo cual conlleva un peligro evidente.
No es por casualidad que desde la mitad del siglo segundo, con la extinción de
los antiguos ministerios universales, los papas hayan manifestado con claridad
creciente la voluntad de tutelar los componentes ya mencionados de la misión
apostólica. Los movimientos, que superan el ámbito de la estructura de la
iglesia local, y el papado, van siempre codo a codo, y
no por casualidad.
b) El motivo de la vida evangélica, que se encuentra ya en Antonio de
Egipto, en los inicios del movimiento monástico, es decisivo. Pero ahora se
pone en evidencia que la vida evangélica incluye el servicio de la
evangelización: la pobreza y la libertad de vivir según el Evangelio son presupuestos de aquel servicio al Evangelio que supera los
confines del propio país y de la propia comunidad y que -como veremos con más
precisión-, es a su vez la meta y la íntima motivación de la vida evangélica.
2) Quiero referirme sumariamente al movimiento de reforma monástica de Cluny, decisivo en el siglo X, que se apoyó también en el
papado para obtener la emancipación de la vida religiosa del feudalismo y de la
influencia de los feudatarios episcopales. Gracias a las confederaciones de los
monasterios, el movimiento cluniacense fue el gran movimiento devocional y renovador en el cual tomó forma la idea de
Europa. Del dinamismo reformador de Cluny brotó, en
el siglo XI, la reforma gregoriana, que salvó al papado del torbellino
producido por las disputas entre los nobles romanos y por la mundanización, librando la gran batalla por la
independencia de la Iglesia y la salvaguardia de su naturaleza espiritual
propia, aun cuando después la empresa degeneró en una lucha de poder entre el
Papa y el Emperador.
3) Aún en nuestros días permanece viva la fuerza espiritual del
movimiento evangélico que hizo explosión en el siglo XII con Francisco de Asís
y Domingo de Guzmán. En cuanto a Francisco, es evidente que no pretendía fundar
una nueva orden, una comunidad separada. Quería simplemente llamar a la Iglesia
al Evangelio total, reunir el «pueblo nuevo», renovar
la Iglesia a partir del Evangelio. Los dos significados de la expresión, «vida
evangélica» se entrelazan inseparablemente: el que vive el Evangelio en la
pobreza de la renuncia a los bienes y a la descendencia, debe por lo mismo
anunciar el Evangelio. En aquellos tiempos había una gran necesidad de
evangelización y Francisco consideraba como su tarea esencial, así como la de
sus hermanos, anunciar a los hombres el núcleo íntimo del mensaje de Cristo. Él
y los suyos querían ser evangelizadores. Y de ahí resulta la exigencia lógica
de ir más allá de los confines de la cristiandad, de llevar el Evangelio hasta
el último rincón de la tierra.
Tomás de Aquino, en su polémica con los clérigos seculares que se batían en la
Universidad de París como campeones de una estructura eclesial local,
mezquinamente cerrada al movimiento de evangelización, sintetizó lo nuevo y
aquello que había de raíz antigua de los dos movimientos (el franciscano y el
dominico) con el modelo de vida religiosa que había surgido. Los seculares
querían que sólo fuera aceptado el tipo monástico cluniacense, en su aspecto
tardío y esclerótico: monasterios separados de la iglesia local, rigurosamente
encerrados en la vida claustral y dedicados exclusivamente a la contemplación.
Comunidades de ese tipo no podían perturbar el orden de la iglesia local; en
cambio, con las nuevas órdenes mendicantes, los conflictos a todos los niveles
eran inevitables. En este contexto, Tomás de Aquino pone como modelo a Cristo
mismo, y partiendo de él, defiende la superioridad de la vida apostólica a un
estilo de vida puramente contemplativo. «La vida activa, que inculca a los
demás las verdades alcanzadas con la predicación y la contemplación, es más
perfecta que la vida puramente contemplativa». Tomás
de Aquino se sabe heredero de los repetidos florecimientos de la vida
monástica, que se reconducen todos a la «vita apostolica». Pero, interpretando
esta última sobre la base de la experiencia de las órdenes mendicantes, de las
cuales provenía, dio un paso notable proponiendo algo que había estado
activamente presente en la tradición monástica, pero sobre lo cual no se había
reparado mucho hasta ese momento. Todos, a propósito de la «vita
apostolica», se habían apoyado en la Iglesia
primitiva; Agustín, por ejemplo, elaboró toda su regla sobre Hc 4, 32: eran «un solo corazón y una sola alma». Pero a este modelo esencial, Tomás de Aquino agrega el
discurso del envío que Jesús dirige a los apóstoles en Mt
10, 5-15: la genuina «vita apostolica»
es la que sigue las enseñanzas de Hc 4 y de Mt 10: «La vida apostólica consiste en esto: después de
haber dejado todo, los apóstoles recorrieron el mundo anunciando el Evangelio y
predicando, como resulta de Mt 10, donde les es
impuesta una regla». Por lo tanto Mt
10 se presenta nada menos que como una regla de orden religioso, o mejor dicho,
como la regla de vida y misión, que el Señor ha dado a los apóstoles, es en sí
misma la regla permanente de la vida apostólica, una regla que la Iglesia
siempre ha necesitado. Sobre la base de ella se justifica y se convalida el
nuevo movimiento de evangelización.
La polémica parisina entre el clero secular y los representantes de los nuevos
movimientos, a cuyo ámbito pertenecen los textos citados, es de perenne
importancia. Una idea estrecha y empobrecida de la Iglesia, en la cual se absolutiza la estructura de la iglesia local, no puede
tolerar un nuevo brote de anunciadores, que por su parte, obtienen
necesariamente su sostén en el portador del ministerio eclesial universal, el
Papa, como garante del impulso misionero y de la
institución de una Iglesia. Se sigue necesariamente de ello el nuevo impulso a
la doctrina del primado, que a pesar de todo -más allá de cualquier matiz
ligado al tiempo- fue repensada y comprendida con mayor profundidad en sus
raíces apostólicas.
4) Ya que se trata no tanto de la historia de la Iglesia sino de una
presentación de las formas de vida de la Iglesia, puedo limitarme a mencionar
brevemente los movimientos de evangelización del siglo XVI. Entre ellos
destacan los jesuitas, que emprenden la misión a escala mundial sea en la
recién descubierta América, en África o en Asia; no se quedan detrás los
franciscanos y dominicos que mantenían vivo su impulso misionero.
5) Para terminar, es de todos conocida la nueva oleada de movimientos
que se da en el siglo XIX. Nacen congregaciones específicamente misioneras que
apuntan en principio, más que a una renovación eclesial interna, a la misión en
los continentes aún poco evangelizados. Esta vez no hay conflictos con las
estructuras de las iglesias locales, es más, se da una fecunda colaboración, de
la cual reciben renovadas energías también las iglesias locales ya existentes,
ya que los nuevos misioneros están poseídos por el impulso de la difusión del
Evangelio y del servicio de la caridad. Aparece ahora de forma destacada un
elemento que, a pesar de no estar ausente en los movimientos precedentes, puede
pasar desapercibido: El movimiento apostólico del siglo XIX ha sido sobre todo
un movimiento de carácter femenino, en el cual se pone un particular acento
sobre la caridad, la asistencia a los pobres y enfermos. Todos conocemos lo que
las nuevas comunidades femeninas han significado y significan todavía para los
hospitales e instituciones asistenciales. Pero también tienen una importancia
notable en la escuela y en la educación, en cuanto que en la armónica
combinación de caridad, educación y enseñanza se manifiesta en toda su variedad
de matices el servicio evangélico. Si se da una mirada retrospectiva a partir
del siglo XIX, se descubre que las mujeres siempre han estado presentes en los
movimientos apostólicos de forma determinante. Basta pensar en audaces mujeres
del siglo XVI como María Ward, o por otro lado,
Teresa de Ávila, en ciertas figuras femeninas del medioevo como Hildegarda de Bingen y Catalina
de Siena, en las mujeres del séquito de San
Bonifacio, en las hermanas de algunos Padres de la Iglesia, y finalmente en las
mujeres mencionadas en las cartas de San Pablo o en las que acompañaban a
Jesús. Aun no siendo nunca presbíteros ni obispos, las mujeres han siempre
compartido la vida apostólica y el cumplimiento del mandato universal que le es
propio.
3. La amplitud del concepto de sucesión apostólica
Después de haber repasado rápidamente los grandes movimientos apostólicos en la
historia de la Iglesia, volvemos a la tesis previamente anticipada después de
las implicaciones bíblicas: es necesario ampliar y profundizar el concepto de
sucesión apostólica si se quiere hacer justicia plenamente a todo lo que
significa y exige. ¿Qué queremos decir? Antes que nada, que es firmemente
sostenida, como núcleo de este concepto, la estructura sacramental de la
Iglesia, en la cual ella recibe siempre de nuevo la herencia de los apóstoles,
el legado de Cristo. En virtud del sacramento, en el cual Cristo opera por la
fuerza del Espíritu Santo, ella se distingue de todas las demás instituciones.
El sacramento significa que la Iglesia vive y es continuamente recreada por el
Señor, como «creatura del Espíritu Santo». En esta noción deben tenerse presentes los dos
componentes del sacramento intrínsecamente unidos entre sí, de los cuales ya
hemos hablado antes. En primer lugar, el elemento encarnacional-cristológico, es decir el vínculo que une a la Iglesia con
la unicidad de la Encarnación y del evento pascual, el vínculo con la acción de
Dios en la historia. Pero al mismo tiempo, está el hacerse presente de este
evento por la acción del Espíritu Santo, es decir, el componente cristológico-pneumatológico, que
asegura novedad y al mismo tiempo continuidad a la Iglesia viva.
Así se sintetiza la enseñanza perenne de la Iglesia sobre la sucesión
apostólica, el núcleo del concepto sacramental de la Iglesia. Pero este núcleo
es empobrecido, o más aún, atrofiado, si se piensa solamente en la estructura
de la iglesia local. El ministerio de los sucesores de Pedro permite superar
una estructura de carácter meramente local de la Iglesia; el sucesor de Pedro
no sólo es el obispo de Roma, sino también obispo para toda la Iglesia y en
toda la Iglesia. Encarna por ello un aspecto esencial del mandato apostólico,
un aspecto que nunca puede faltar en la Iglesia. Pero ni siquiera el mismo
ministerio petrino sería rectamente entendido y sería
mal presentado en una monstruosa figura anómala, si se atribuyese
exclusivamente a su detentor la misión de realizar la
dimensión universal de la sucesión apostólica. En la Iglesia debe haber siempre
servicios y misiones que no sean de naturaleza puramente local, sino adecuados
funcionalmente al mandato que toca a la entera realidad eclesial y a la
propagación del Evangelio. El Papa necesita de estos servicios, y éstos
necesitan de él, y en la reciprocidad de los dos tipos de misión se cumple la
sinfonía de la vida eclesial. La era apostólica, que tiene valor normativo,
resalta tan vistosamente estos dos componentes de modo que lleva a cualquiera a
reconocerlos como irrenunciables para la vida de la Iglesia. El sacramento del
Orden, el sacramento de la sucesión, es necesariamente intrínseco a esta forma
estructural, pero -aún más que en las Iglesias locales- está rodeado por una
multiplicidad de servicios, y aquí es imposible ignorar el papel que
corresponde a la mujer en el apostolado de la Iglesia. Resumiendo todo, podemos
afirmar incluso que el primado del sucesor de Pedro existe para garantizar
estos componentes esenciales de la vida eclesial y conectarlos ordenadamente
con las estructuras de las iglesias locales.
A este punto, para evitar equívocos, se debe decir con claridad que los
movimientos apostólicos se presentan con formas siempre diversas a lo largo de
la historia, y esto necesariamente, dado que son precisamente la respuesta del
Espíritu Santo a las nuevas situaciones con las cuales se va encontrando la
Iglesia. Y por lo tanto, como las vocaciones al sacerdocio, no pueden ser
producidas ni establecidas administrativamente, tampoco, y menos aún, los
movimientos apostólicos pueden ser organizados y lanzados sistemáticamente por
la autoridad. Deben ser dados y de hecho son dados. A nosotros nos toca
solamente estar solícitamente atentos a ellos, y gracias al don del
discernimiento acoger cuanto hay en ellos de bueno y aprender a superar lo
menos adecuado. Una mirada retrospectiva a la historia de la Iglesia nos ayuda
a constatar con gratitud que, a pesar de todas las dificultades, siempre se ha
logrado acoger en la Iglesia las nuevas realidades que en ella germinan. Sin
embargo, tampoco se podrán olvidar todos aquellos movimientos que fracasaron o
condujeron a divisiones duraderas: cátaros,
valdenses, montanistas, husitas, el movimiento de
reforma del siglo XVI. Probablemente se hablará de culpa por ambas partes, pero
lo que queda es la separación.
III. Distinciones y criterios
Como último y necesario punto de esta relación, es inevitable afrontar el
problema de los criterios de discernimiento. Para poder dar respuestas
sensatas, se debería en primer lugar precisar todavía un poco el concepto de
«movimiento» y quizás también intentar la propuesta de una tipología de ellos.
Pero es obvio que eso ahora no es posible. También se debería evitar la
propuesta de una definición demasiado rigurosa, ya que el Espíritu Santo
siempre tiene preparadas sorpresas, y sólo retrospectivamente somos capaces de reconocer
que detrás de la gran diversidad hay una esencia común. No obstante, como
inicio de una clarificación conceptual, quisiera mostrar con brevedad tres
tipos de movimientos, que pueden encontrarse en la historia reciente. Los
distinguiré con tres denominaciones: movimientos, corrientes e iniciativas. Al
movimiento litúrgico de la primera mitad de nuestro siglo, como también el
movimiento mariano, que emergió con fuerza cada vez mayor en la Iglesia desde
el siglo XIX, los caracterizaría no tanto como movimientos, sino más bien como
corrientes, que después han podido materializarse, sí, en movimientos
concretos, como las Congregaciones Marianas o las agrupaciones de juventud
católica, pero no se reducen a ellos. Las recolecciones de firmas para postular
una definición dogmática o para pedir cambios en la Iglesia, frecuentes hoy en
día, no son tampoco movimientos, sino iniciativas. Qué sea un verdadero y
propio movimiento probablemente se puede ver con la máxima claridad en el
florecimiento franciscano del siglo XIII: generalmente los movimientos nacen de
una persona carismática guía, se configuran en comunidades concretas, que en
fuerza de su origen reviven el Evangelio en su totalidad y sin reticencias y
reconocen en la Iglesia su razón de ser, sin la cual no podrían subsistir.
Con este intento -ciertamente bastante insuficiente- de encontrar una
definición, hemos ya llegado a los criterios que, por así decir, pueden ocupar
este lugar. El criterio esencial ya ha aparecido espontáneamente, es la
radicación en la fe de la Iglesia. Quien no comparte la fe apostólica no llevar
adelante la actividad apostólica. Desde el momento en que la fe es única para
toda la Iglesia, y es ella la que produce la unidad de la Iglesia, a la fe
apostólica esta necesariamente vinculado el deseo de unidad, la voluntad de
estar en la viviente comunión de la Iglesia entera, para decirlo lo más
concretamente posible: de estar con los sucesores de los apóstoles y con el
sucesor de Pedro, a quien corresponde la responsabilidad de la integración
entre iglesias locales e Iglesia universal, como único pueblo de Dios. Si la
ubicación, el lugar de los movimientos de la Iglesia, es su carácter
apostólico, es lógico que para ellos, en todas las épocas, el querer la «vita apostolica» es fundamental.
Renuncia a la propiedad, a la descendencia, a imponer la propia concepción de
la Iglesia, es decir, la obediencia en el seguimiento de Cristo, han sido considerados en toda época los elementos esenciales
de la vida apostólica, que naturalmente no pueden valer de modo idéntico para
todos los que forman parte de un movimiento, pero que son para todos ellos, en
modalidades diversas, puntos de referencia de la vida personal. La vida
apostólica, además, no es un fin en sí misma, mas bien da la libertad para el
servicio. La vida apostólica implica acción apostólica: en primer lugar, - otra
vez según modalidades diversas - está el anuncio del Evangelio: el elemento
misionero. En el seguimiento de Cristo la evangelización es siempre, en primer
lugar, «evangelizare pauperibus», anunciar el
Evangelio a los pobres. Pero eso no se hace solamente con palabras; el amor,
que es el corazón del anuncio, su centro de verdad y su centro operativo, debe
ser vivido y hacerse él mismo anuncio. Por lo tanto, a la evangelización está
siempre unido el servicio social, en cualquier de sus formas. Todo esto, -
debido casi siempre al entusiasmo arrollador que dimana del carisma originario
-, presupone un profundo encuentro personal con Cristo. El
llegar a ser comunidad, el construir la comunidad no excluye, al contrario,
exige la dimensión de la persona. Solamente cuando la persona es tocada y
conmovida por Cristo en lo más profundo de su intimidad, se puede tocar la
intimidad del otro, sólo entonces puede darse la reconciliación en el Espíritu
Santo, sólo entonces puede construirse una verdadera comunión. En el contexto
de esta articulación fundamental cristológico-pneumatológica y existencial pueden darse acentos y
subrayados muy diferentes, en los cuales se da incesantemente la novedad del
cristianismo, e incesantemente el Espíritu de la Iglesia «rejuvenece como un águila » (Sal 103, 5)
Aquí aparecen con claridad tanto los peligros como los caminos de superación
que existen en los movimientos. Existe la amenaza de la unilateralidad que
lleva a exagerar el mandato específico que tiene originen en un período dado o
por efecto de un carisma particular. Que la experiencia espiritual a la cual se
pertenece sea vivida no como una de las muchas formas de existencia cristiana,
sino como el estar investido de la pura y simple integridad del mensaje
evangélico, es un hecho que puede llevar a absolutizar
el propio movimiento, que pasa a identificarse con la Iglesia misma, a
entenderse como el camino para todos, cuando de hecho este camino se da a
conocer en modos diversos. Por lo mismo es casi inevitable que de la fresca
vivacidad y de la totalidad de esta nueva experiencia nazcan
constantemente amenazas de conflicto con la comunidad local: un
conflicto en el que la culpa puede ser de ambas partes, y ambas sufren un
desafío espiritual a su coherencia cristiana. Las iglesias locales pueden haber
pactado con el mundo deslizándose hacia cierto conformismo, la sal puede
hacerse insípida, como en su crítica a la cristiandad de su tiempo, recrimina
con hiriente crudeza Kierkegaard. También ahí donde
la distancia de la radicalidad del Evangelio no ha llegado al punto que
ásperamente censura Kierkegaard, el irrumpir de algo
nuevo puede ser percibido como algo que molesta, más todavía si está acompañado,
como sucede con frecuencia, de debilidades, infantilismos y absolutizaciones
erróneas de todo tipo.
Las dos partes deben dejarse educar por el Espíritu Santo y también por la
autoridad eclesiástica, deben aprender el olvido de sí mismos sin el cual no es
posible el consenso interior a la multiplicidad de formas que puede adquirir la
fe vivida. Las dos partes deben aprender una de la otra a dejarse purificar, a
soportarse y a encontrar la vía que conduce a aquellas conductas de las que
habla Pablo en el himno de la caridad (1 Cor 13, 4 y ss). A los movimientos va dirigida
esta advertencia: incluso si en su camino han encontrado y participan a otros
la totalidad de la fe, ellos son un don hecho a la Iglesia entera, y deben
someterse a las exigencias que derivan de este hecho, si quieren permanecer
fieles a lo que les es esencial. Pero también debe decirse claramente a las
iglesias locales, también a los obispos, que no les está permitido ceder a una
uniformidad absoluta en las organizaciones y programas pastorales. No pueden
ensalzar sus proyectos pastorales, como medida de aquello que le está permitido
realizar al Espíritu Santo: ante meros proyectos humanos puede suceder puede
suceder que las iglesias se hagan impenetrables al espíritu de Dios, a la fuerza
que las vivifica. No es lícito pretender que todo deba insertarse en una
determinada organización de la unidad; ¡mejor menos organización y más Espíritu
Santo! Sobre todo no se puede apoyar un concepto de comunión en el cual el
valor pastoral supremo sea evitar los conflictos. La fe es también una espada y
puede exigir el conflicto por amor a la verdad y a la caridad (cf. Mt 10, 34).
Un proyecto de unidad eclesial, donde se liquidan a priori los conflictos como
meras polarizaciones y la paz interna es obtenida al
precio de la renuncia a la totalidad del testimonio, pronto se revelaría
ilusorio. No es lícito, finalmente, que se dé una cierta actitud de
superioridad intelectual por la que se tache de fundamentalismo el celo de
personas animadas por el Espíritu Santo y su cándida fe en la Palabra de Dios,
y no se permita más que un modo de creer para el cual el
«si» y el «pero» es más importante que la sustancia de lo que se dice creer.
Para terminar, todos deben dejarse medir por la regla del amor por la unidad de
la única Iglesia, que permanece única en todas las iglesias locales y, como
tal, se evidencia continuamente en los movimientos apostólicos. Las iglesias
locales y los movimientos apostólicos deberán, tanto unos como otros, reconocer
y aceptar constantemente que es verdadero tanto el «ubi
Petrus, ibi Ecclesia», como el «ubi episcopus, ibi ecclesia». Primado y episcopado,
estructura eclesial local y movimientos apostólicos se necesitan mutuamente: el
primado sólo puede vivir a través y con un episcopado vivo, el episcopado puede
mantener su dinámica y apostólica unidad solamente en la unión permanente con
el primado. Cuando uno de los dos es disminuido o debilitado sufre toda la
Iglesia.
Después de todas estas consideraciones, es menester concluir con gratitud y
alegría, pues es muy evidente que el Espíritu Santo continúa actuando en la
Iglesia con nuevos dones, gracias a los cuales ella revive el gozo de su
juventud (Sal 42, 4 Vg).
Gratitud por tantas personas, jóvenes y ancianas, que siguen la llamada del
Espíritu y, sin mirar atrás o alrededor, se lanzan alegremente al servicio del
Evangelio. Gratitud por los obispos que se abren a nuevos caminos, les hacen
puesto en sus respectivas iglesias, discuten pacientemente con sus responsables
para ayudarles a superar toda unilateralidad y para conducirlos a la justa
conformidad. Y sobretodo, en este lugar y en esta hora, agradecemos al Papa
Juan Pablo II. Nos supera a todos en capacidad de entusiasmo, en la fuerza del
rejuvenecimiento interior en la gracia de la fe, en el discernimiento de los
espíritus, en la humilde y entusiasta lucha para que sean más copiosos los
servicios prestados al Evangelio. Él nos precede a todos en la unidad con los
obispos de todo el planeta, a los cuales escucha y guía incansablemente.
Gracias sean dadas al Papa Juan Pablo II, que es para
todos nosotros guía hacia Cristo. Cristo vive y desde el Padre envía al
Espíritu Santo: esta es la gozosa y vivificante experiencia que se nos concede
precisamente en el encuentro con los movimientos eclesiales de nuestro tiempo.