EL OPUS DEI - ANEXO A UNA
HISTORIA
AUTORA: María Angustias
Moreno
2. EXPLICACIÓN
AL TÍTULO
Anexo a una historia. ¿Anexo a qué? ¿Anexo
por qué? Anexo, sí. A una historia, la del Opus
Dei, que se está construyendo día a día,
que se publicará -dicen- cuando convenga. La historia
que, según el Fundador, es "la historia de las
misericordias de Dios", "una historia -sigue diciendo-
que habrá que escribirla de rodillas".
Historia para la que se seleccionan y se acumulan anécdotas
ejemplares, películas, grabaciones, documentos manuscritos,
de sucesos todos ellos significativos y convenientes, escogidos
y programados, previstos y organizados. Datos todos ellos
a los que se les da un enfoque específico, el que conviene,
aunque, en buena lógica, podrían ser analizados
por prismas bien distintos. Datos reales, sí, pero
no más reales que otros muchos a los que se da de lado
y se prefiere ignorar: que se desechan voluntariamente, que
se destruyen sin constar por escrito, que nunca cuentan.
Creo que sé bastante de esa historia especial y singular
de la Obra. Una historia que podría ser seria y grande
si no fuera porque ella misma se desautoriza por falta de
la objetividad y de la integridad que se imponen como norma
previa.
Ahí está la historia. Con todos los carismas
y con todas las excelencias que en ella se quieran reunir.
Sonora historia pero ¿hueca historia? "Como campana
que resuena, como címbalo que retiñe",
si la caridad no es lo primero. Palabras llenas de autoridad,
escritas hace ya veinte siglos, para que nadie crea que están
motivadas por prejuicios ni contra la Obra ni contra nadie.
hueca historia, por tanto, si al estudiar unos hechos que
ya son historia en la Obra con la objetividad que pide el
castizo "al pan, pan, y al vino, vino" se encuentra
que en ellos ha estado ausente la caridad.
La historia de una selección que en la Obra se realiza
a todos los niveles: se seleccionan los hechos, se seleccionan
las personas, se seleccionan, en fin, lo que conviene que
aparezca en ella. Se archiva, se recopila -dicen- lo "constructivo".
Lo que construye, si, una imagen predeterminada, a la que
hay que seguir alimentando con los datos convenientes.
Otro tipo de. datos -aseguran convincentes a los que reclaman
objetividad-; esos que no dicen demasiado a favor, a ésos
"la gente no los entendería", "no están
preparados para entenderlos" y "no se puede hacer
daño a nadie"; un daño unilateral que parece
referirse tan sólo al prestigio de la Obra, sin que
importe demasiado el daño o el desprestigio de terceros.
¿Acaso es posible así entender algo, algo de
verdad? ¿Acaso se puede vivir una caridad que deforma
u oculta la verdad total?
En la Obra, por ejemplo, se archivan las cartas de los socios,
pero no todas: sólo las seleccionadas. Se archivan
o se destruyen, según conviene, los informes, los relatos
sobre la marcha de distintas labores, etc. Al mismo tiempo,
nunca se contesta por escrito a alguien que haya expuesto
un problema personal, ya que eso sería admitir su existencia
y "en la Obra no caben los problemas personales",
aunque los haya.
Las medidas están maravillosamente bien tomadas: "hay
que ahogar el mal en la abundancia del bien", como inculca
el Fundador. Idea que podría considerarse positiva,
en principio, si no fuera porque el "ahogo" consistiría,
como consiste, en arrollar y aplastar lo que molesta, sin
solucionarlo; en ignorar, ocultar y desatender los problemas
para que no salgan jamás a la luz, para que no empañen
la imagen pública de la Obra.
La historia de la Obra es, por supuesto, la historia de un
Instituto Secular aprobado por la Iglesia. También,
según se cuenta, de una asociación querida por
Dios, a través de manifestaciones extraordinarias dirigidas
a la persona del Fundador. Hechos prodigiosos que se cuentan
-más bien se susurran- al oído de los suyos,
insistiendo en la necesidad de ser discretos, a título
de humildad colectiva, y logrando, erigiéndose así
más bien en estímulo de admiración y
en aval de misterio.
Yo, como tantos otros, he defendido esa aprobación
eclesiástica y he apoyado esa sobrenaturalidad. Y no
las voy a poner en duda ahora. No tengo, para confirmar mi
actitud, sino el respeto y la consideración propia
de todo católico, de todo hijo de la Iglesia, hacia
su magisterio. Mi objeción a la Obra tiene, por tanto,
como fundamento y como base, su propia APROBACIÓN.
La que la Iglesia precisamente concedió para ella,
la que dio el visto bueno a su espíritu y a su teoría.
Porque resulta que la práctica que luego se ha impuesto
a los socios es discordante con ella, la praxis o norma de
conducta impuesta a los socios como regla inmediata, aparte
de las Constituciones, es incoherente con aquella aprobación.
La Obra tiene unas Constituciones, sí. Las Constituciones
escritas que la Santa Sede exige a toda asociación
religiosa que se someta a su aprobación, y en las que
basa precisamente su reconocimiento que, al parecer, los socios
de la Obra no tienen por qué conocerlas demasiado.
Están escritas en latín, y no se traducen; los
socios no las han leído "nunca". Sólo
un extracto, un resumen de ellas, realizado no sé con
qué criterio, está al alcance de los socios
en épocas y condiciones muy limitadas y determinadas:
es el Catecismo de la Obra, un librito salido de las imprentas
internas con escaso número de ejemplares, de uso muy
controlado (retirado desde hace varios años) y siempre
custodiado por los directores: nadie debía tenerlo
en su habitación ni veinticuatro horas; cada noche
se recogían y se contaban cuidadosamente los ejemplares.
Como término medio, los socios -no todos- tenían
acceso al Catecismo unos veinticinco días al año
-la duración de su "curso anual"-, y no todos
los años. Pues bien, sólo en la época
en que yo pertenecí a la Obra se hicieron tres ediciones
diferentes de dicho Catecismo: en cada una de ellas había
puntos que se reducían, o se ampliaban, o se explicaban
de una manera totalmente distinta, según convenía.
Y ello a pesar de ser, como decían, un resumen de esas
Constituciones, las únicas aprobadas, y que, al menos
que yo sepa, no han sido sometidas a revisión alguna
ante la Iglesia. Versiones distintas, cambios en la misma
conceptuación que los socios deben tener de la Obra,
junto con la acaparadora y acosante ambición, ya expuesta
en las primeras líneas de su prólogo, de que
"en este libro, tan pequeño, está escrito
el "porqué" de tu vida de hijo de Dios",
para seguir insistiendo y definiendo que "sólo"
con lo que en él se dice "tendrás siempre
en tu cabeza y en tu corazón luces claras".
En la Obra se editan las cartas del Padre, sus homilías,
instrucciones, meditaciones: son el material por excelencia
de toda la formación espiritual y doctrinal que en
la asociación se recibe.
De cara a la opinión pública, se hacen separatas
que recogen predicaciones de fechas antiguas, que se rehacen
y se adaptan convenientemente, pero conservando en ellas la
fecha primera. Así quedan como testimonio de un apostolado
que se adelantó a los tiempos, como prueba de una doctrina
que siempre supo ir por delante. Sin que quizá quepa
objeción a su contenido, pero si a la tergiversación
de datos -la fecha, por ejemplo- con que salen a la luz pública.
Se abunda en publicaciones internas (revistas editadas sólo
para los socios) con las que se dice llevar a todos la predicación
y el constante decir y hacer del Fundador, junto con la ejemplaridad
y éxitos de las distintas labores. Se recogen en ellas
acontecimientos de los distintos apostolados; se invita a
unos y a otros (miembros de la Obra) a que aporten colaboraciones.
Sin embargo, esas colaboraciones están sometidas a
tales revisiones y adaptaciones (según enfoques y estilos
específicos y determinados), a tales censuras, que
son irreconocibles, aun para el mismo autor, cuando las ve
publicadas. He tenido ocasión de vivir con una de las
asociadas que comenzó el apostolado de la Obra en Kenya;
trabajó allí varios años. Y cuando leía
en las revistas internas la versión de lo que allí
pasaba, se indignaba y comentaba en voz baja, pero dejándose
oír: " ¡mentira, mentira!"
Se dice, se transmite sólo lo que favorece; se omite
o se enmascara todo lo problemático. Incluso de estas
revistas internas, tan maquilladas, se controla su lectura:
eso rige especialmente para los asociados supernumerarios,
a los que sólo se les comentan, o se les dan a leer,
determinados números.
Respeto, insisto, la aprobación de la Obra. Pero respeto
y reclamo precisamente esa aprobación suya, la emanada
de la Iglesia, y no otra. Como entiendo que cabe y se debe
respetar la vocación en sí de cada uno, la llamada
personal. Tan de Dios como la Obra misma. Al fundador le cabe
ordenar y perfeccionar y continuar su propia fundación,
pero nunca, creo yo, cambiar o transformar aquello que fue
lo que determinó la dirección a seguir de los
que en ella se alistaron. Al menos, no sin contar con ellos.
Bajo deber de conciencia se nos ha obligado a los socios,
en distintas ocasiones, a entregar toda anotación o
testimonio personal de dichos o hechos del Padre, o de cualquier
tipo de acontecimientos o de doctrina que tuviera que ver
con la Obra y que pudiera servir de testimonio. Una foto,
una entrevista, una tertulia del tipo que sea, una cinta magnetofónica,
"todo" en una palabra, ha de estar supervisado,
controlado, censurado.
No cabe nada libre; ni para los de dentro ni para los de
fuera, nada. Hay que estar alerta, y seleccionar, y requisar.
Poniendo en esta tarea una dedicación realmente ejemplar,
estimulada por la santidad vigilante que esto, según
enseñan, implica.
"Hay que evitar todo malentendido", argumentan
una y otra vez. Verdaderamente, con todo eso, ¿qué
es lo que se pretende evitar? ¿A qué tanto miedo,
tanta prevención, tantas medidas y tan exhaustivas?
Si esto ocurriera a nivel de Iglesia, en nuestros días,
nos resultaría extraño e inadmisible; entonces,
¿por qué emplea la Obra semejante táctica?
Una obra secular, llamada a estar compuesta por ciudadanos
corrientes. ¿Acaso la Obra se considera a sí
misma "más de Dios" que la propia Iglesia?
Hace unos años, justo dos antes de que yo abandonara
la Obra, se convocó un Congreso General Extraordinario
de la asociación. Congreso memorable, que iba a ser,
indudablemente, pieza clave en la historia del Instituto,
y que se desarrolló, a grandes rasgos, como sigue;
a él asistieron las asociadas que fueron invitadas,
y no las que por derecho deberían haber estado presentes.
"Convenía" que estas últimas renunciaran,
encantadas, porque así se les indicó que era
deseo expreso del Padre. No es difícil entender las
razones de ese deseo. Esos miembros con derecho, las llamadas
"inscritas", que un día fueron nombradas
para ello (sin pedirles su opinión) como prueba de
confianza a una fidelidad probada, y que son, a la vez, las
que por haber ocupado durante largo tiempo cargos internos
de gobierno o de formación de los otros socios más
han visto y han vivido. Son las más idóneas
para provocar una llamada de atención, las que tienen
más argumentos en su mano para suscitar temas menos
gloriosos, para evidenciar necesidades más comprometidas.
Por lo que eran ésas las que no convenía que
estuvieran presentes. Sin olvidar tampoco que muchas de ellas
son las que han dejado la piel en esos primeros tiempos duros
y difíciles; que, cansadas y agotadas, son la consecuencia
patente de un sistema lleno de contradicciones. Hay que prescindir
de esas mayores para contar con otras más jóvenes,
más entusiastas, más incautas. También
"inscritas", pero mucho más manejables. Yo
me contaba entre estas últimas.
Así se inició un Congreso importante. Había
que tenerlo -quizá por expresa indicación de
la Santa Sede- para reflexionar sobre la misión de
la Obra, sobre sus labores y la manera de mejorarlas. Pero
-de puertas para adentro- había que hacerlo demostrando
ante todo un gran agradecimiento al Padre y un vivo entusiasmo
por todo lo que la Obra era. Por ello se nos invitó
a todos los socios a escribir "Comunicaciones",
que seria el material de base sobre el que trabajaría
el Congreso. Se nos dijo que esas comunicaciones podrían
tratar de "todo lo que cada uno quisiera exponer libremente".
Pero "me obligaron a rehacer lo que había escrito
y poner todo lo contrario de lo que pensaba", en frase
textual que escuché repetidas veces en las charlas
personales que, como directora, recibía en aquella
época de diversos miembros de la Obra.
Yo fui secretaria de una de las comisiones del Congreso en
el curso de una de sus semanas de trabajo previas, y sé
bien cómo se seleccionaron estas comunicaciones; cómo
unas servían y otras se desechaban; cómo se
trabajó sólo sobre las que se adaptaban a lo
previsto y se ignoraron todas las que no entraban en este
esquema. Como sé también que, mucho tiempo después
-dejé la Obra sin haber vuelto a saber nada- seguía
en suspenso tal Congreso, del que nunca más se supo.
Si hubo noticias, o conclusiones, o incluso si se celebró,
eso debió de quedar en las más altas esferas,
porque el "pueblo", los miembros de la Obra en general,
incluso los que habíamos trabajado en su preparación,
no volvimos a saber "nada".
Sin embargo, también ese Congreso formará parte
de la historia de la Obra, de esa "historia de las misericordias
de Dios". ¿Cómo, de qué manera?
No lo sé. Sólo sé que esto, todo esto
que acabo de narrar, es pura y significativa realidad. No
tengo inconveniente en admitir, como he dicho, una historia
de la Obra querida e inspirada por Dios. Lo que no admito
es que unos derechos del fundador puedan anular o arrollar
los derechos, no menos legítimos, de la propia vocación
de aquellos que él mismo aceptó como colaboradores.
En la Obra -dice el Fundador- "no queremos preceptos,
no necesitamos votos, sólo queremos virtudes".
Para continuar diciendo: "En la Obra sólo hay
dos caminos: obedecer o marcharse."
"Hay que ser humanos, que es la única forma de
ser divinos", sigue argumentando el Padre. Y mientras
se insiste en la necesidad de fraternidad, de cariño
y de comprensión, se impone al mismo tiempo a los socios
la obligación de estar por encima de las cosas y de
las personas, de tal manera que los sentimientos más
propiamente humanos, los más nobles y limpios, la misma
amistad, son considerados peligrosos y dañinos, como
nocivos intentos de contemporizar con la tentación.
"La Obra no se mete para nada en la vida material de
sus socios; le importa sólo su formación y su
vida espiritual", "Cada uno es muy dueño
de su propia profesión, de su actuación social,
de su estilo personal". Pero todo a base de que esa vida
espiritual "incluya" hasta la más mínima
determinación profesional (no propiamente técnica),
cualquier relación humana, exigiendo que todo sea sometido
a consejo, obediente a la decisión que sobre aquello
indiquen los directores, ya que sólo así es
posible tener "buen espíritu". Nada que se
aparte de este angosto cauce, de esta malla finísima,
estará bien considerado. ¿A qué, entonces,
habrá que llamar "estilo personal"?
"La Obra no es sino una gran catequesis", sigue
asegurando Monseñor Escrivá. Pero una clase
muy especial de catequesis, que prohíbe, de entrada,
toda relación y toda clase de trato con aquel que no
esté previamente de acuerdo, o predispuesto a estarlo,
con las ideas peculiares y específicas de la Obra misma.
Es decir, una catequesis que sólo admite a los ya
catequizados: norma segura para conseguir toda clase de éxitos
en la labor.
"Una organización desorganizada", "unos
más, cristianos corrientes, en la entraña misma
de la sociedad, en todas las encrucijadas de la vida":
así es cómo definen la Obra. Pero trabando,
controlando, previendo y organizando toda acción propiamente
personal de los suyos. Una "desorganización"
organizada con tal exhaustividad de praxis, de normas concretas
de actuación, que todo está previsto, todo está
determinado, desde lo más sublime a lo más ridículo:
determinada la persona -y sólo ésa- con la que
cada socio debe abrir su intimidad; los temas que debe tocar
en esa "charla" personal; qué medidas exactas
han de tener las velas en los oratorios; cómo limpiar
el suelo; en qué día determinado se ha de tomar
determinado postre...
Y así se va forjando una historia llena de contradicciones;
¡se podrían contar tantas más! Una historia
que se compone de un espíritu bueno, aunque a veces
demasiado rebuscado, de unos principios teóricamente
constructivos. Una historia llena de un trabajo apretado y
serio, intenso (entre otras razones: para que no haya tiempo
de problemas); como "burros" dice el Padre que han
de trabajar sus hijos, y surge así el ejemplar modelo
de trabajo duro, sin opción a queja alguna, sumiso
y dócil al amo, quien no dudará en cargarlo
fuerte. "Como un borrico fiel", "dando vueltas
a la noria para que la huerta florezca", así quiere
el Padre a los suyos. Y este lema del borrico está
ya definiendo a la "labor" (quehacer y ser de la
Obra) antes y muy por encima de la misma persona.
Una historia llena de labores deslumbrantes en el mejor sentido
de la expresión, de enorme difusión, de grandes
éxitos colectivos. Pero una historia ¡tantas
veces! amasada a costa de las mismas personas que la llevan
a cabo. Jalonada de olvidos a la persona concreta, de falta
de atención a sus problemas, de actitudes distantes
que hieren y desconciertan, que anquilosan y destruyen la
personalidad; si eso cuesta enfermedades, o incluso desequilibrios
psíquicos, no importa. Se sigue adelante, sin que nada
pueda despertar la más mínima necesidad de reflexión.
La historia de unos entusiasmos en masa, filmados y constatables.
Giras por distintos países, tertulias multitudinarias,
pruebas tan fehacientes de adhesión como pueden ser
los valiosísimos regalos al Padre. Hechos y dichos,
casos y cosas que quieren ser ahora demostración y,
en lo futuro, testimonio. Que, al parecer, se aportan para
avalar una Obra de Dios en los mismos signos, en los mismos
baremos, que a lo largo de la historia se han avalado tantos
liderazgos humanos, tantas organizaciones de fines terrenos.
De todo este tipo de tertulias y aglomeraciones, de entusiasmo
puestos a flor de piel por la sola presencia de Monseñor,
se cuenta y se publica, se proyectan películas (eso
sí, estas últimas a nivel reducido, pero influyente);
lo que no se dice, lo que se calla, es el despliegue de fuerzas
que esto ha supuesto entre los socios, cómo han tenido
que trabajar para provocar esta necesidad de admiración
y de veneración hacia la persona del Fundador. Incluso
frente a los mismos socios. Me ha tocado vivir esta situación
de cerca, y sé bastante de las competencias que se
establecen entre los directores internos cuando se trata de
preparar una cálida acogida al Padre. No competencias
egoístas, de ser más o de aparecer más,
como quizá a primera vista podría suponerse;
no, se trata de competir en dedicación, en cuidados,
en atenciones. Eso se plantea como una necesidad de correspondencia
fiel a los desvelos del Padre, actitud fomentada desde que
se llega a la Obra, y que se traduce en este axioma; todo
debe parecerte poco para el Fundador. A título de visión
sobrenatural, a título de sentido apostólico,
a título de ejercicio responsable del cargo.
A la mayoría de los que forman estas incondicionales
colectividades jamás se le hubiera ocurrido, de "motu
proprio", tan acendrados sentimientos, tan delicadas
atenciones; pero bien promovidos, organizados y estimulados
¿por qué no? La psicología de las masas
es bien conocida por los expertos, y si además se hace
por ha gloria de Dios y del Fundador...
Hablaba de regalos al Padre. Regalos que han de ser siempre
"dignos" es lo que se les dice bien claro a los
socios cuando se los alienta a que los hagan. Y digno acaba
siendo sinónimo de "fabuloso". Se montan
verdaderas campañas para "estimular" los
regalos al Padre. Sólo los conseguidos durante su viaje
a España en el año 72 (octubre y noviembre)
son suficientes para poder asegurar, sin el más mínimo
temor de faltar a la verdad, que el Padre recibe miles de
regalos valiosísimos.
Al Padre hay que hacerle regalos -dicen- porque es de hijos
bien nacidos el ser agradecidos, y al Padre -insisten- se
lo debemos todo. Pero no sólo se le hacen regalos cuando
viene a España; si alguien (un supernumerario o un
cooperador, un amigo) solicita una entrevista con el Padre
en Roma y le es concedida, no debe ir con las manos vacías:
de antemano se le indica la "conveniencia" de llevarle
algún "pequeño" obsequio. Sobre lo
que incluso hay una praxis escrita: tipos de regalos, a quién
deben entregarse, etc.
Por supuesto, los regalos no son propiamente personales,
pero sí sirven para que las casas y centros de la Obra
tengan todo ese cúmulo de detalles que gustan a Monseñor,
ese estilo peculiar que él constantemente inculca.
Volviendo al tema de las tertulias multitudinarias, se cuenta
con admiración la espontaneidad y naturalidad que consiguen
tener esas concentraciones en torno al Fundador, a pesar de
los centenares e incluso miles de personas que están
presentes. Lo que no se cuenta es la cantidad de medios que
se han puesto, la cantidad de personas que se han preparado
para que sean ellas las que hagan las preguntas convenientes,
para que corten un posible tema polémico; para lograr,
en fin, que aquello se mantenga en la línea establecida
y prevista, y el Padre pueda hablar sólo de lo que
de antemano se sabe que quiere hablar, y en la forma y medida
que él tiene por costumbre y desea hacerlo. Así,
las apariencias pueden ser de una asombrosa espontaneidad,
pero sólo las apariencias. Los hechos -los he sufrido
y los conozco muy bien- son muy diferentes. Para mí
han supuesto un fuerte impacto, una dura evidencia, que se
alza frente a esa proclamada sinceridad y autenticidad de
la Obra.
En otro orden de cosas, recuerdo "Conversaciones con
Monseñor Escrivá de Balaguer", que fue
todo un "bestseller". Claro está: el medio
de conseguir tan altas ventas fue sencillo: se indicó
expresamente a todos los socios de la Obra, a todos los cooperadores
y amigos, que compraran para sí uno o varios ejemplares,
y que regalaran todos los que pudieran. Había que hacerlo,
además, como razón de apostolado y de apostolado
principal. Ese libro contenía la homilía pronunciada
por Monseñor con motivo de la Asamblea de Amigos de
la Universidad de Navarra del año 67 y siete "entrevistas",
concedidas a tres periodistas españoles y cuatro extranjeros.
Me consta que dos de los periodistas españoles son
numerarios del Opus Dei; quizá también lo sean
los restantes, pero este dato lo desconozco. Una entrevista
al Padre se aleja diametralmente de lo que la gente considera
una entrevista: no hay diálogo entre el entrevistador
y el Padre; las preguntas se pasan por escrito y, si hay completa
garantía de que el entrevistador no va a poner nada
de su parte, el cuestionario se devuelve contestado al cabo
de unos cuantos días. Si el periodista es de la Obra,
el guión de preguntas que prepare será cuidadosamente
revisado por diversas personas, quienes podrán cambiar
las preguntas por otras que les parezcan más oportunas.
Al igual que en el caso anterior, el cuestionario se devuelve
contestado, sin posibilidad de diálogo personal. El
periodista es sólo un medio -digamos "utilitario"-
que el Padre emplea para poder exponer a la opinión
pública lo que él cree oportuno y quiere: son
entrevistas pensadas y organizadas "desde arriba".
Son pura propaganda.
"Hay que ser pillos, hijos míos", repite
con entusiasmo el Fundador. Yo siempre he preferido el "hay
que ser audaces". Creo en la audacia, y en la necesidad
de ser audaz para no caer en un fatal aburguesamiento, mediocridad
o ramplonería; creo en la audacia porque a esta virtud
le va la honradez, la lealtad, la claridad, que no creo combinen
con la pillería. Ni literalmente, ni en el sentido
popular, el pillo fue nunca sino ese personaje retorcido,
de mirada poco limpia, de artimañas enredosas. En la
Obra, en honor a esa transmisión constante de todo
lo que proceda del Padre, la pillería se ha hecho parte
de su historia. La pillería en la Obra de Dios ha llegado
a hacer posible que las cosas se digan o se interpreten como
conviene, que se diga una cosa por otra (en la Obra se usa
y se abusa de la restricción mental más estricta),
que se oculte o se difunda lo que interesa, sin mas consideración
ni con las personas ni con la misma verdad. Hay que saber
ser pillos para que sea la Obra, siempre la Obra y sólo
la Obra, la que salga airosa y enaltecida.
Un ejemplo de cómo se manejan en la Obra las restricciones
mentales es el de aquella señora española que
se presentó una vez en Roma para tratar con el Padre
de un asunto muy delicado que no dejaba en buen lugar a la
Asociación. Había tratado de solucionarlo en
España con los correspondientes directores de la Obra
y había recibido la callada por respuesta. Al pedir
una entrevista con el Padre, una vez en Roma, sus interlocutores
se excusaron: no, era imposible hablar con el Padre porque
éste "se hallaba en Europa". La señora,
aleccionada por la experiencia, les contestó que ya
sabía que Roma estaba en Europa, y que si Monseñor
Escrivá se negaba a recibirla, podía ir al Vaticano
a resolver el asunto que la impulsaba. Fue inmediatamente
recibida por el Fundador.
Una historia, la de la Obra, que se precia de un gran amor
al sacerdocio, de una defensa a ultranza de la dignidad personal;
se dicen los socios de la Obra protectores y salvaguarda de
los más altos valores del hombre. Para en la práctica
reducir el sacerdocio a un servicio utilizado por la propia
Asociación y según su conveniencia; la dignidad
personal a la procreación sin límites para los
casados; en cuanto a los derechos humanos, no cabe por lo
visto en ellos el derecho a usar de la cabeza y del corazón,
excepto a modo de eco a lo que mandan e indican los directores
de la Obra. Eres libre para obedecer, dicen; eres libre para
aceptar con inteligencia rendida todo lo que te expongan.
En la Obra se han manejado mucho las fórmulas "de
iure y de facto" (de derecho y de hecho) para encajar
o explicar complicadas transiciones fundacionales sobre los
votos, las distintas aprobaciones de la Iglesia, la misma
esencia del Opus Dei. Por ejemplo, dicen, que "de jure"
la Obra es un Instituto Secular, pero de" ipso"
es una Asociación de fieles; de iure" todos los
miembros de la Obra hacen voto de pobreza, castidad y obediencia,
pero de "facto" a la Obra sólo le interesan
las virtudes, etc. Con esta fórmula y otras similares,
se consigue explicar en la Obra... hasta lo inexplicable.
Y con peligrosa desenvoltura se fomentan las más totales
dicotomías entre lo que se hace y lo que se dice; sin
reparos, sin dificultad, sin el menor escrúpulo de
conciencia.
Una historia que, paradójicamente, se proclamará
defensora de una "sinceridad salvaje". Que efectivamente
así se exige, pero se exige sólo de "arriba
abajo". Es decir, los miembros de la Obra tienen el grave
deber de sincerarse salvajemente con sus directores: odeben
contarles sus deseos más íntimos, sus ansias,
sus defectos, las mociones más fugaces, los pensamientos
más recónditos. Es un deber de deberes, cueste
lo que cueste. Pero ese deber no presupone ni necesita para
nada una contrapartida. Hay que ser muy sinceros, hay que
decirlo todo, hay que abrir el corazón de par en par
(son todos ellos mandatos del Padre), pero hay que hacerlo
frente a unos directores cargados de reservas, que no tienen
por qué explicar ni razonar nada que no les parezca
conveniente o no interese al súbdito que les está
abriendo su conciencia. Amurallados por el secreto que -dicen-
les impone su cargo, pueden decir que desconocen datos con
los que han estado trabajando cinco minutos antes; pueden
callar ante una pregunta directa; pueden prometer un silencio
que de antemano saben que no van a guardar.
La verdad de la 'Obra sólo puede ser "toda"
su verdad. La verdad de aquellos que escriben, cuentan y publican
una historia prodigiosa y única, sin fallos ni fisuras;
pero también la verdad de otra historia cuya realidad
no podemos ignorar, porque la hemos vivido. Así se
ha de formar esa gran historia final: con esos partidismos
y con esas visiones parciales que he venido denunciando, pero
también con muchos escritos como el mío, con
pequeñas aportaciones de realidades vividas y sufridas
en la Obra, que serán -así lo espero- el cañamazo
que sostiene el dibujo final. Ya sé que estos "anexos"
a la historia serán despreciados por los de dentro:
no querrán saber nada de ellos. Los tacharán
de muchas cosas, y no será la más grave el considerarlos
como un desquite sin fundamento. Y, sin embargo, a pesar de
los pesares, son vivencias demostrables. Quieran o no, son
parte formal de la vida de los suyos.
Cada uno en el Opus Dei, en palabras del Fundador, constituye
la historia, la construye día a día "con
la alegría de saberse elegido por su Padre del 'Cielo
para hacer el Opus Dei en la tierra, siendo uno mismo Opus
Dei" (palabras finales del prólogo del Catecismo
interno, que ya he citado antes). "Siendo", dice;
después se puede estar dentro o fuera, se puede pertenecer
o haber dejado de pertenecer a la Obra. Pero nadie puede negar
a nadie la realidad de "haber sido". Haber sido,
lo admitan o no, historia de esa Obra; siendo de la Obra,
estuve creando su historia, y tengo un derecho, legítimo
como el que más, a aportar mi testimonio.
En la historia de la Obra, que, de hecho, aún no se
ha publicado, se contará o no se contará; se
tendrán en cuenta unas cosas u otras, sin que aun hoy
se sepa ni se haya demostrado nada. Pero, hoy por hoy, lo
que sí cabe demostrar es la actitud que se adopta,
y la selección de datos que se viene realizando. Es
lo que hasta aquí, a grandes rasgos, he venido exponiendo.
No sabemos cuándo se publicará esa historia,
ni sabernos cómo se hará. Lo que sí sabemos
es que, hoy y ahora, se publican muchas cosas de la Obra,
rnachaconamente, y en ellas sólo se hace constar lo
que interesa y del modo que interesa; sabemos que se silencian
y se ocultan otras muchas, y que el resultado final es una
tremenda desfiguración de la verdad. La historia de
la Obra no estará escrita, pero sus escritos van siendo
historia, y una historia no precisamente sincera y total.
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