LIBRO: EL OPUS DEI - ANEXO
A UNA HISTORIA
AUTORA: María Angustias
Moreno
CON LOS QUE SE VAN
Si no lo veo, no lo creo; si no lo hubiera vivido en mi propia
carne, me resistiría a creerlo. Se puede faltar a la
caridad, a la justicia, a la verdad, por muchos y variados
motivos, pero ¿se puede llegar a hacerlo so pretexto
de fidelidad a una acción apostólica y a modo
de holocausto, de entrega, de acatamiento absoluto a una espiritualidad?
Sí, en la Obra eso es posible. No se pueden calificar
de otro modo muchas de sus actuaciones.
Por supuesto, no se busca directamente el mal de las personas;
no se las arrolla por el placer que ello puede producir. Para
usar un término clásico de los moralistas, yo
diría que se trata, más bien, de un "voluntario
indirecto". Una vez más lo que se busca directamente
es el encumbramiento de una personalidad -la del Padre- que
no tolera intromisiones. Si la consecuencia de esta sumisión
filial es el desprestigio de terceros, eso carece de importancia,
es algo inevitable. Bien se lo han buscado, dirán algunos.
Según Monseñor Escrivá, la razón
más sobrenatural para hacer algo es "porque me
da la gana". "Porque os da la gana estáis
aquí, porque os da la gana vivís las cosas como
lo hacéis, porque os da la gana es la única
respuesta a toda solicitud de explicación que los demás
necesiten de vuestra vida." Así es como en la
Obra se argumenta, así se predica, así se enseña.
"Porque me da la gana." Pero, ¡ojo!, sólo
lo que está previsto, lo establecido, lo que viene
del Padre, puede "dar la gana" a una persona debidamente
fiel a la Obra. De donde se deduce que nunca una dimisión
voluntaria (es distinto si "invitan" a marcharse)
puede ser "gana" sobrenatural, y como lo sobrenatural
es lo único importante, esa persona, a todos los efectos,
deja de existir como tal para los restantes miembros de la
Obra.
"Propietarios de almas se creen algunos, y eso no es,
no cabe", argumenta el Padre, quejándose con energía,
cuando se refiere a aquellos directores espirituales que no
son demasiado partidarios de que sus dirigidos participen
en las labores de la Obra; o que, aun encontrando oportuno
este acercamiento a ella, pretenden seguir dirigiendo espiritualmente
a los interesados. Acercarse á la formación
de la Obra es necesariamente dejar de contar con cualquier
otro tipo de ayuda espiritual o moral. "Si te has acercado
a ella es para beneficiarte de lo suyo, y los que no sean
de la Obra no pueden ayudarte a conocerla." Luego lógicamente
-con una lógica muy particular- hay que romper con
todo lo que no sea relacionarse con los sacerdotes de la Obra;
hay que delegar en ella y sólo en ella toda la formación
a partir de ese momento, no hay que consultar nada más
a nadie. ¿Qué pasa entonces? ¿Cómo
puede quejarse uno del afán de propiedad de otros si,
acto seguido, va a asumir idéntica actitud? O con la
Obra, o al margen de ella. O uno se hace incondicional, o
no habrá medio de tener nada que hacer ni que ver con
ella. Así se forma a los que pertenecen a la Obra;
así se trata a los de fuera.
O se es de la Obra o no se es. Y si eres y dejas de serlo,
por el solo hecho de no haber admitido esa línea de
visión única hasta en lo más opinable,
pasas a ser integrado en el grupo de los absolutamente marginados.
Pasas a ser despreciable (o lo que es lo mismo, ignorable).
Archivan, cierran el expediente y se acabó. Me gustaría
saber qué encierran esos expedientes que se guardan
en los archivos de la sede central: ¿figurarán
en ellos las buenas cualidades, la disponibilidad, tantos
trabajos realizados? No lo sé, pero sí conozco
los archivos que se llevan a nivel local y sé que en
ellos sólo se guarda lo que favorece a la propia Obra;
los hechos de las personas sólo figuran en cuanto puedan
aportar un dato positivo para la historia de la Asociación.
Hasta tal extremo que cuando alguien decide marcharse le
coaccionan para que exponga y firme razones que digan bien
de la Obra, aunque estén totalmente al margen de la
realidad objetiva del caso. Hay que decir, por ejemplo, que
una está muy agradecida por la formación que
ha recibido, y que se marcha porque quiere, aunque la verdad
sea que ha acabado queriendo marcharse por no haber posibilidad
de otra solución.
Conozco, además de otros muchos casos de esas coacciones
finales, uno de un sacerdote que necesitaba secularizarse
(por una trayectoria muy larga, muy dura, increíble
como muchos de estos casos, pero real, que no era para él
ninguna ilusión sino la única solución;
enfermo y deshecho); a este sacerdote, que redactó
en su día su informe para el Vaticano, le vinieron,
después de haberle ignorado y desatendido durante dos
años, con otro informe distinto, redactado por ellos
(los directores de la Obra) según convenía,
para que lo firmara nuevamente y mandarlo así, porque
el suyo primero no iba a coincidir con la visión que
en la Santa Sede se tiene de la Obra. Y por agotamiento...
-de otra manera el caso podía dilatarse indefinidamente-
lo firmó.
De la noche a la mañana se acabó. toda relación,
todo interés, hacia la persona que se va. Los mismos
que decían quererle tanto, que proclamaban estar dispuestos
a dar su vida por él, que se aprovecharon de sus mejores
posibilidades, le ignoran, le olvidan por completo. Ya no
les importa lo que pueda necesitar, les tiene sin cuidado
cómo vaya a rehacer su vida. Para todos ha dejado de
contar, no quieren volver a saber nada, preferirían
no cruzarse nunca más con él por la calle. ¡Es
toda una demostración palpable de lo poco que importa
la persona!
¿Cuál puede ser la razón de esa postura?
Quizá (he llegado a pensar alguna vez) aquellas frases
del evangelio de San Mateo: "Si alguno no escucha vuestra
palabra, saliendo fuera dc aquella ciudad, sacudid el polvo
de vuestros pies. En verdad os digo que en el día del
Juicio se procederá menos rigurosamente con Sodoma
y Gomorra que con aquella ciudad" (Mateo, 10,14-16).
0 quizá aquellas otras de: "No arrojéis
las perlas a los puercos ni deis lo santo a los impíos,
no sea que, pateándolas, las destrocen, y volviéndose,
os ataquen" (Mateo, 7,6-7). No puede uno empeñarse
en que entienda la Verdad de Dios el que no quiere saber nada
de Él. A la vez de que no se puede olvidar la prudencia
de que el que no va a entender, va a retorcer. Y sin embargo,
¿es que acaso la Obra puede aplicarse a si misma lo
que Cristo aplica a su verdad? Siendo la Obra una Institución
de la Iglesia, sin más, ¿no será, no
es en la Iglesia y no en la Obra donde únicamente cabrá
contar con esta comparación de fidelidad?
Afirman que dejar la Obra es una gran desgracia; ya he dicho
antes que el fundador asegura que no da por el alma del que
se va ni cinco céntimos. Quizá sea la razón
para que cualquier "hijo" suyo, que se precie de
serlo, rechace todo contacto con el que se ha ido, salvo algunas
excepciones -muy escasas- de personas que han seguido manteniendo
ciertos contactos con los antiguos socios, los menos ortodoxos
dentro del sistema.
"No se puede poner la mano en el arado y volver la vista
atrás" (Lucas, 9,62), sigue diciendo el Evangelio.
No se puede calificar de mirar atrás al profundizar
y ver y pensar en la contradicción que entre la teoría
y la práctica se produce en la Obra, porque se desea
y se necesita algo más sólido y auténtico;
por el contrario, hay que admitir que sólo así
se está mirando hacia delante con profundidad, apretando
más fuertemente la mano en el arado que aquel que se
queda en conformismos de inhibiciones fáciles.
Como no son las riquezas (sigo pensando en el Evangelio)
las que frenan o atraen a esos que se van por los motivos
que me ocupan. Volver a partir de cero es en muchos casos
un difícil y duro enfrentamiento que sólo demuestra
un alto grado de desinterés.
El que se va de la Obra deja, indiscutiblemente, mucho más
de lo que abandonó cuando vino a ella. Aunque sólo
sea porque abandona tras sí unos años irrecuperables.
Una vez más deja "casa y hermanos" por seguir
siendo fiel a una llamada, por atender a unos principios que
son fundamentales.
En palabras de un obispo, al menos tan Monseñor como
el Padre, la fidelidad consiste en permanecer en un sitio
mientras la voluntad de Dios no pida algo superior a ello.
Superior, en este caso, no a la Obra como tal, sino a esa
postura que en ella se impone, muy por debajo de lo que realmente
significa una vocación.
Se deja mucho al marcharse. La salida no debe de ser tan
fácil cuando hay bastantes que desisten de ella ante
el panorama que saben encontrarán fuera: a veces un
nivel familiar menos acomodado que el de la Obra; problemática
de trabajo, sobre todo si no ha habido una anterior actividad
externa; situaciones de responsabilidad que antes eran ahorradas.
No es fácil renunciar a todo ese vasto conjunto de
facilidades, de "detalles" establecidos en la Obra
para "hacer el camino de santidad fácil y amable".
"La vocación se ve una vez nada más, y
basta", insiste Monseñor. De ahí también
el corte profundo que supone no seguir. A pesar de que sea
el propio Padre el que ha escrito en su libro Camino: "Que
tu perseverancia no sea una perseverancia irreflexiva, obra
de la inercia..."
La identificación de los socios con los deseos del
Padre llega incluso a negar el saludo por la calle o, si el
encuentro es tan directo que no cabe hacerse el desentendido,
a saludar fríamente, con la mayor indiferencia. Los
mismos que tiempo atrás se hubieran volcado con uno
porque era de la Obra, después le ignoran y evitan
porque ya no lo es.
Conozco el caso de varias personas que perdieron a su padre
o a su madre pocos meses después de su salida y no
recibieron ni siquiera un pésame protocolario.
Durante los años que he pasado en la Obra he convivido
con personas a las que me unieron fuertes lazos de tareas
y dificultades resueltas en común; a otras las ayudé
a superar etapas muy difíciles de su vida. Las recuerdo
con gran afecto -pienso que quizá a ellas les pase
lo mismo respecto a mí- y me gustaría tener
noticias suyas. Pero eso no es posible, no está permitido.
Si se les escribe, no contestan, o lo hacen con una breve
carta estereotipada y llena de formulismos. Frialdad que hiere
más que el desprecio y que hace desistir de todo intento.
Si algún socio de la Obra muestra interés por
saber algo de aquella persona con la que vivió mucho
tiempo, la respuesta de los directores de la Obra es tajante:
"Los que se van es como si hubieran muerto." Mientras
menos se sepa de ellos, mejor. No hay por qué conocer
su dirección, y si por casualidad se conoce, no hay
por qué facilitársela a quien la solicita.
Ocultación, disimulo, temas vedados incluso bajo supuestas
disculpas de caridad: "no hay que poner en evidencia
a nadie"; "hay que evitar el peligro que supondría
para la vocación de los restantes", etc. Razones
todas ellas que dejan entender, sin mencionarlos, motivos
peyorativos en las razones de aquella defección.
Tratar a los que se fueron -insisten- es adentrarse por ambientes
enrarecidos que en nada ayudan. Incluso sugieren que no se
trate con otras personas que hayan sido también de
la Obra. A mí me lo dijo una asociada que decía
apreciarme: "no te conviene; esa clase de trato sólo
puede perjudicarte". Quizá también sin
darse cuenta, al decírmelo, de que según sus
palabras yo quedaba también integrada en el grupo de
las "no convenientes".
De entrada y por principio, la salida de la Obra es una deserción
sin paliativos. Una traición. Un consentimiento y pacto
con la tentación diabólica. De donde es lógico
deducir que quien se sale va al abismo, se pierde irremisiblemente.
Sus esfuerzos de nada sirven ya. Creo que de alguna manera
sobreentienden que "esos" tienen la obligación
de condenarse; de otra forma es difícil explicarse
el consejo que dio cierta persona de la Obra a otra que le
hablaba de una que se había salido y seguía
llevando una vida sana y de relación con Dios: "Total,
¿para qué? Ya no le sirve de nada." Increíble,
pero cierto. A esa tal cabría argumentarle con palabras
no precisamente mías: "No sabéis a qué
espíritu pertenecéis... el que no está
contra vosotros, con vosotros está" (Lucas, 9,
4).
"Es lo normal en cualquier matrimonio que se separa:
la familia no vuelve a hablarle al que se va." Sigo en
la línea de las argumentaciones empleadas por los que
gobiernan, frente a las defecciones. Ahora, en este ejemplo,
olvidando que, en el peor de los casos, la diferencia es demasiado
radical. Olvidando que, mientras, en el matrimonio, el vínculo
es de ley natural (derecho divino positivo), en la Asociación
(vinculación a la Obra) es puramente amistoso. Asociarse
es comprometerse, sí; pero en interés sólo
de unos mismos afanes e ideales; es un compromiso de pura
conveniencia de medio, mientras que en el matrimonio su razón
de ser es precisamente el "para siempre", en unión
carnal, y "lo que Dios ha unido que no lo desuna el hombre".
Antes de casarse habrá que pensárselo si se
quiere más, mucho más que para asociarse; habrá
que formarse para ello, habrá que saber a qué
se va; pero casarse es eso y sólo eso, es ésa
y sólo ésa su única y lícita composición
sacramental, que dista bastante de una conveniencia asociativa
que no puede obligar más allá de ser ayuda o
estímulo personal. Como no puede obligar de otra manera
la amistad como tal, aun siendo y a pesar de ser la forma
más grande y noble, por desinteresada, de amar. Son,
lo quieran o no, lo aconsejen o lo desaconsejen en la Obra,
motivaciones y consecuencias muy distintas, muy en diferente
línea, como para poder comparar una desvinculación
de ésas con una separación matrimonial. Cristo,
que tan tajantemente se define en el Evangelio sobre la indisolubilidad
del matrimonio, nada dice sobre asociación. Habla de
unión y colaboración: "donde dos o más
están reunidos en mi nombre, allí estoy Yo";
pero sin más condiciones. ¿Cómo atreverse
a comparar? Y en la Obra, para mayor mentalización,
se compara.
Dicen que solo no se puede. A mí me aseguraron (un
sacerdote director de delegación) que si me iba podía
amar a Dios, santificarme, como mucho, en segunda fila; a
lo que sólo pude responderle que para mí "la
fila" era lo de menos, ya que lo que considero fundamental
es la intensidad y la autenticidad.
Yo me he encontrado con personas desvinculadas de la Obra
y casadas que, ante esta limitación en sus posibilidades
de salvación, aún no habían superado
esa situación de dudas y de angustia, sin motivo ninguno,
para ello.
En frase, muy estimada, admitida como ejemplar, y repetida
como consejo en charlas personales, dicen que "más
vale ser mala dentro que buena fuera". Algún sacerdote
de la Obra, también es bueno considerarlo, se indignaba
al oír tal aberración. Alguno, pero no la mayoría.
En otra ocasión se le ocurrió a una persona
de la Obra dar a otra la noticia de la desvinculación
de un sacerdote de la misma, conocido y de gran prestigio
hasta entonces para las dos, ante lo cual no le cupo a la
segunda mejor reacción (deseosa de poner en juego el
mejor espíritu) que asegurar que no podía ser
sino por soberbia. A pesar de que se trataba de un acontecimiento
a distancia y sin más datos. Sin más pararse
a pensar en lo que de difamación pudiera tener tal
comentario. Y sin considerar que por grave que sea la soberbia
no lo es menos la calumnia, de hablar sin saber, de definir
sin conocer. Pero es que en la Obra (por eso se trata de un
ejemplo significativo) para ninguno de los suyos, adecuadamente
mentalizado, puede existir otra clase de razón ni de
motivo, de explicación, que estos que vengo citando.
A pesar de todo lo que dentro se propongan demostrar, dejar
la Obra no es ninguna desgracia; al menos esa es mi experiencia
personal. Es, eso sí, un motivo de tristeza pensar
en tantas ilusiones destrozadas, en tantos esfuerzos baldíos;
también es doloroso ver cómo algunos salen destrozados.
Pero salirse es ante todo volver a rehacer una individualidad
responsable, maravillosamente liberadora, libre de coacciones
irracionales, de medidas anquilosantes, de dogmatismos estériles.
Con la oportunidad de volver a sentirse mezclada, de veras,
en los afanes y desvelos, en las luchas y en los ideales de
la gente normal. Poder prescindir de mitos y de fanatismos.
Sólo hay que saber enfrentarse nuevamente con la vida;
hay que ser valiente. Lo ponen muy difícil; no es fácil.
Son presiones, vigilancias y acosos constantes, junto con
abandonos y marginaciones. Son muchas las cosas que van recayendo
sobre esa persona que no puede seguir. La misma que ha luchado
con todas sus fuerzas para lograr la mejor solución
dentro, que valora su vocación por encima de todo y
siente la necesidad de vivirla auténticamente, y que
se encuentra de pronto que la dejan sin algo suyo, desprotegida,
desprestigiada, precisamente por no ceder a formulismos fáciles.
A esa persona y a sus circunstancias, a las dificultades que
todo esto genera, es a lo que llaman desgracia por infidelidad.
Versión ésta que es la que se hace llegar a
todos, para que escarmienten en cabeza ajena; mientras se
ignoran por completo todos los resultados de liberación,
de santa liberación me atrevería a decir, a
que me he referido.
Puede ser bueno asociarse, estar asociado. Es estupendo contar
con la ayuda de una colaboración en condiciones, organizada.
Pero no lo es, deja de serlo inmediatamente que la asociación
en vez de ser ayuda es desazón, avasallamiento, des-personalización.
¿Por qué, por qué entonces ese desprecio
a los que se salen? ¿Porque hemos entregado los mejores
años de nuestra vida, la juventud, la dedicación
de nuestros años nuevos, la ilusión de los más
nobles ideales? Cuando los teníamos sin estrenar, entonces
los dimos, y los dimos enteros, sin regateos. Dimos todo eso
que no vamos a reclamar a nadie, que tampoco vamos a desear
volverlos a encontrar sino en el orgullo, creo que muy sano,
de que Dios sabe más y Dios puede más, y Él
es el que realmente se lo ha quedado, algo que nadie podrá
quitarnos tampoco. ¿Qué puede tener todo esto
de despreciable? ¿Acaso a eso será a lo que
hay que llamarle fracaso?
En la vida se puede tener una enorme vocación de casada
y quedarse viuda muy joven; se puede ser de lo más
maternal y no tener hijos. Se puede uno encontrar con que
donde pensaba que le ayudarían a vivir una vocación
personal, se la patean y la utilizan.
Cabe que a esa persona casada se le muera el marido y los
hijos. Caben muchas cosas que no tienen por qué significar
ningún tipo de desengaño. Esa persona está,
por el contrario, ante la ocasión de vivir virtudes
heroicas. Es, puede ser, ¿por qué no?, una forma
de predilección.
A pesar de lo cual hay que dejar solos a esos que se van.
Como hay que impedir que entre ellos se unan también.
A un sacerdote (desvinculado de la Obra) pretendieron llamarle
la atención a través del Obispado de la ciudad
donde vivía, para que dejara de relacionarse con los
ex socios, interpretando en esa posibilidad de ayuda entre
los mismos, provocada, según creían, por él,
un ataque a la Obra. La unión de los de dentro: amurallados,
prevenidos, masificados; frente a la desunión de los
de fuera. ¡Qué gran manera! La unión hace
la fuerza; divide y vencerás.
¿Qué es lo que de todo esto se ofrece a Dios?
En principio puedo asegurar que todo. Todo se hace bajo consigna
de visión sobrenatural. Y con ese sentido, y sólo
con ése, es como cada uno se esfuerza en interpretarlo.
Que sea posible o no lo sea, no lo sé. Que realmente
a Dios le agrade o no todo esto, tampoco soy quién
para suponerlo. Yo, personalmente, prefiero ofrecer a Dios
las cosas de otra manera.
La Obra se precia de su apostolado con los acatólicos;
alardea de ser la pionera en admitir en sus filas a cooperadores
no creyentes; hablan de ir a buscar almas hasta las puertas
del infierno, si posible fuera, como prueba de afán
apostólico. Actuando a renglón seguido de la
manera que he descrito con los que de ella se desvinculan,
por el mero hecho de que se han ido. ¿Acaso habrá
que entender que es peor esto último (sin más
argumentación) que el ser propiamente infiel o ateo?
En el libro "Conversaciones con Monseñor Escrivá
de Balaguer", el 'Padre narra una entrevista suya con
el entonces Papa Juan XXIII y comenta: "Le dije: en nuestra
Obra siempre han encontrado todos los hombres, católicos
o no, un lugar amable; no he aprendido el ecumenismo de Su
Santidad. Y el Padre Santo reía emocionado." Nosotros,
que contamos con una experiencia ¡vivida! tan opuesta,
¿qué tendremos que hacer? ¿Podemos también
sonreír?
El fundador dice que no desea para la Asociación más
vínculo que el que se deriva de un contrato civil de
trabajo. No comprendo bien con qué clase de intención
dice esto ni de qué manera concibe su aplicación.
Lo que sí sé es que en un contrato de trabajo
se cuenta con un seguro de desempleo y de enfermedad, con
recursos legales contra el despido injusto y, en todo caso,
con la indemnización adecuada. En la Obra el que se
va, esa misma persona que lo ha entregado todo al llegar,
que ha dejado en ella todo el rendimiento de su trabajo durante
años, que en muchos casos cedió a ella todo
o gran parte de su patrimonio, si lo tenía, se encuentra,
al abandonarla, en la calle con lo puesto, sin nada más,
absolutamente sin nada mas.
Conozco muy de cerca el caso de una numeraria que entregó
a la Obra todo lo que tenía; se trataba de joyas que
había heredado de su familia. Sólo conservaba
a su nombre algunas acciones, pero también había
cedido, como es debido según lo prescrito, su administración,
uso y usufructo a la Obra. Después de doce años
de permanencia en la institución, y tras de haber luchado
de veras para ser como le pedían, se vio obligada a
dejar la Obra, solicitando disponer de sus acciones como único
recurso para vivir. Pero como el permiso para ello lo tiene
que dar el Padre, y los trámites son los trámites,
y porque no hubo nadie que se ocupara de suplir de otra manera
(nadie en la Obra) tuvo que dedicarse los primeros meses de
su desvinculación a vender libros por la calle para
poder comer. A esa misma persona le mandaron la maleta atada
con una cuerda; a pesar de las "exquisiteces" que
se viven con los de dentro y entre los de dentro. Numeraria
que salía después de haberla tenido cambiando
de casa catorce veces en doce años y de directora veinticuatro
veces. Una mujer simpática y encantadora, que primero
la conquistan porque su apellido era conocido y "decía
bien", "vestía" para la Obra. Y luego...
luego resulta que no era bastante "eficiente", y
todo fueron inconvenientes.
Yo no niego que se deba imponer una selección basada
en imposibilidades personales objetivas. Lo que afirmo es
que hay muchas maneras de plantear las cosas, muchas formas
de decirlas, muchos medios para llevarlas a cabo y, sobre
todo,"a su tiempo". Y que también en esto
la actuación de la Obra deja mucho que desear.
Al poco tiempo de dejar yo de pertenecer al Opus Dei, quise
ayudar a una numeraria de la que -por pura concidencia de
tiempo y de lugar- sabía que no podía seguir
dentro y que, por serias dificultades familiares y profesionales,
no sabía adónde ir. Yo había sido directora
suya y conocía que la Obra deseaba su dimisión,
ya que a mí, en razón del cargo que ocupaba,
se me había encargado anteriormente de planteárselo.
Por todo ello me propuse ayudarla. Pero rápidamente
me salió al paso un sacerdote de la Obra para pedirme
que la dejara sola. Sola, para que así sintiera la
necesidad de la Obra; sola para que así, tal vez, sintiera
y consintiera en la necesidad de seguir dentro. De seguir
a pesar de que dentro consideraban que "no servía".
Para que así perseverara, pues -una vez más
lo repito- la dimisión es considerada como algo diabólico,
y en último extremo, para la Obra, poco prestigioso.
¿Contradictorio? Sí, muy contradictorio. Pero
muy real, totalmente real. Me negué a tales planteamientos,
por supuesto, y corno consecuencia los miembros de la Obra
se dedicaron desde entonces a propagar verdaderas calumnias
sobre mi persona, que no se han avenido a rectificar.
A mí, concretamente, al cabo de catorce años
dedicada a internas tareas de envergadura, y sabiendo que
nadie mejor que los de dentro podían avalar mi capacidad
de trabajo, pues sólo ellos la conocían, sin
pensar en recomendaciones y buscando no ser una carga para
mi familia al dejar la Obra, me atreví a pedirles que
me echaran una mano. Dos directoras muy cualificadas me contestaron,
cada una por su lado, que "la Obra no es una agencia
de colocaciones" y que "en los periódicos
había anuncios".
Dicen que nos hemos ido porque hemos querido, a pesar de
que se han puesto para retenernos todos los medios, de que
nos han ayudado al máximo. Yo puedo asegurar (y no
sólo por mi caso, sino también porque desde
mi puesto de directora he podido conocer otros semejantes)
que por nadie se hace nada más que lo que conviene
al prestigio de la Obra, nada más que lo establecido,
caiga quien caiga, pase lo que pase. No existe ni cuenta la
comprensión de lo personal. Pueden darse amabilidades
en la forma, una delicadeza extrema en la expresión,
enormemente cruel por ser meramente fórmula.
"La puerta de entrada está entreabierta; para
salir, de par en par", asegura Monseñor Escrivá.
De acuerdo, siempre que a todo ardor y coacción proselitista
se le quiera llamar "entreabrir"; siempre que abrir
de par en par signifique cerrarse a toda posibilidad de diálogo
que obligue, como única solución, a marcharse.
Inequívocamente, sólo lo que los directores
piensan o determinan es de Dios; sólo ellos tienen
gracia de Dios suficiente para valorar las situaciones, por
muy personales que éstas sean. Individualmente, nadie
es quién para hacer nada que pueda admitirse como santo.
En este contexto de cosas no es difícil entender las
dificultades de todo tipo que, para no pocos, esto acaba suponiendo.
Muchas veces hemos hecho llegar a directores superiores e
incluso al Padre todas estas cosas y no ha servido de nada,
no ha habido ninguna reacción capaz de esbozar el más
mínimo destello de esperanza, esperanza de acogida,
de solución, de reacción consecuente, de entendimiento.
Personalmente, además de al Padre, escribí
a distintas directoras, convencida de que porque me conocían
bien, entenderían mi solicitud de rectificación
a razones y juicios que sobre mi caso se habían CONSENTIDO,
ASENTIDO Y ADMITIDO, totalmente equívocos. Cartas a
las que nunca obtuve la menor contestación.
Realmente el mejor desprecio es no hacer aprecio. Y es todo
esto lo que asombrosamente cabe en una Obra de Dios como consecuencia
y como resultado de una vida que se proclama "contemplativa"
por excelencia.
Es una pena, sí, por lo que todo ello desdice de la
Obra como tal. Es increíble. Y es muy triste.
Pero no es mi tristeza, ni la de los que estamos fuera, por
el hecho de estarlo. Tres años hace que dejé
la Obra, y si mil veces me encontrara ante una situación
semejante, mil veces volvería a hacer lo mismo. Cuando
estaba dentro, a muchas de las objeciones que ponía,
siempre me argumentaban que eran cosas que sólo se
me ocurrían a mí, que a nadie le afectaba nada
semejante, para todo era caso único. De la misma manera
aseguran que a todo el que se marcha le invade el arrepentimiento
y la añoranza. Con respecto a lo primero es impresionante,
increíblemente impresionante, la semejanza de casos,
de motivos, entre personas de lo más distintas, distantes
y ajenas, ¡comprobada! En relación a lo segundo,
es muy difícil añorar todo ese conjunto de contradicciones,
de enmarañamientos de cosas, de incoherencias, de complejidades;
es imposible echar de menos nada semejante; admitiendo que
en la Obra hay cosas buenas, dignas; pero quedan demasiado
ahogadas y destrozadas por las otras. A pesar de los pesares.
A pesar de la jactancia que hace posible todo ese conjunto
de desprecios (los expuestos son sólo algunos) para
los que se van.
Frente a una realidad, la de los fieles, otra realidad: la
de los "infieles". Esto, todo esto, es también
una realidad. Mi realidad, sí, pero no importante por
ser mía; es la de un montón de gente más.
Y ese montón es lo que cuenta y lo que reclama verificación.
Hay desvinculaciones que aisladamente pueden ser muy difíciles
de entender. Conociendo su contexto las cosas cambian, las
cosas se sitúan y se enjuician mejor.
¿Se entiende mejor así a la Obra? Se entiende,
creo yo, que haya tantos que no quieren volver a saber nada
de ella, que les repele lo que se refiere a ella. Que ni siquiera
estén dispuestos a trabajar en pro de una reacción
consecuente. Quizá porque no crean que puede existir.
Lo que sí existe, lo que sí es verdad, es que
todo eso, y mucho más, hacen con los que se marchan.
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