De hormigas y pirámides

Gervasio, 22 de julio de 2009

 

           

 

            En su  colaboración de 6-VII-09, Aquilina escribe sobre esta actitud mental muy propia y característica del Opus Dei (aunque no sólo de ellos, por supuesto, pero en ellos adquiere nivel de rasgo característico) de creerse saber —mejor que los interesados— qué es el bien y qué no es el bien, esa actitud de proteger a  la gente contra sí misma, que provoca esa minoría de edad crónica que caracteriza en muchos casos la forma de ser con la que salimos del Opus y con la que muchos se quedan dentro.

 

            Lo primero que se me viene a la mente a este propósito es una anécdota. Recién llegado al Colegio Romano de la Santa Cruz, el subdirector al que fui asignado —allí hay o había un rector y muchos subdirectores— me facilitó un impreso para que lo cumplimentase. Se trataba de un impreso de escasa importancia destinado al servicio de inmigración. Le devolví el impreso después de llenarlo; y, tras comprobar que estaba correctamente cubierto, me preguntó:

 

            — ¿Consultaste a alguien cómo rellenarlo?

            — No, le respondí.

     Pues hiciste mal. Lo has rellenado correctamente; pero podías haberte equivocado.

 

            Y continuó con una peroración acerca de que debemos consultar “las cosas”; la conveniencia de pedir consejo, de no fiarnos de las propias luces y otras consideraciones en esa misma línea. Ese es el destino del que llega al Colegio Romano de la Santa Cruz.

 

            Imagino que el “test” del impreso de inmigración se lo hacía a todo aquel que caía bajo su férula y gracia de estado. Era habitual incurrir en la equivocación de confundir “nome” y “cognome”, lo que daba lugar a la reprimenda y consiguiente peroración sobre la conveniencia de consultar. A los que habían logrado cubrir correctamente el impreso también se les reñía, porque no merecían quedar privados de esas consideraciones tan formativas. Hay que consultar, consultar, consultar… Lo deseable, por supuesto, era poder reñir al recién llegado, blandiendo en el aire el impreso mal cumplimentado como prueba palpable, irrefutable y física del error cometido. Por eso nunca se advertía previamente al interesado que no se debe confundir “nome” con “cognome”. La pifia no estribaba tanto en haber sido causa de un impreso mal cubierto —los había en abundancia y eran gratuitos— sino en la actitud autosuficiente e insensata de no consultar. No se trataba de aprender una cosa pequeña más —no hay que confundir nome con cognome—, sino de deponer una actitud ensoberbecida, que lleva a dejarse guiar por el propio juicio.

 

            ¿Qué sucedía con los que, pese a haber consultado, rellenaban mal el impreso? Cabe distinguir dos hipótesis: 1) La del que rellena mal el impreso como consecuencia de un consejo equivocado. 2) La del que consulta y recibe consejo un acertado, pese a lo cual, en razón de su torpeza,  rellena mal el impreso.

 

            Empecemos por la primera hipótesis con un caso análogo. Se trataba de un numerario que consultó si podía descalificar socialmente y perjudicar profesionalmente a otro señor del Opus Dei. Consultó en la delegación y lo animaron a la descalificación y perjuicio. Nunca asistí a una actuación de descalificación social tan cruel, falta de sentido común e injusta como aquella. Pero, si estaba consultada…

 

     ¡Hay pelea dentro del Opus!, gritaban divertidos muchos.

 

            El aconsejado y los aconsejadores entendían que aquello era una prueba palpable del pluralismo que en el Opus Dei existe en lo profesional, político, económico, etc. Y uno se pregunta: ¿si los del OD son libres en lo profesional, político y económico qué pinta la delegación aconsejando a los del OD en tales temas?

 

            Si se ha de consultar cómo se rellena un impreso intrascendente y gratuito, ¿cómo no se han de consultar las lecturas? ¿Cómo no disponer de un índice de libros de lectura prohibida y otro más de libros de lectura obligada o al menos recomendada? ¿Cómo no pedir permiso o consejo para todo? ¿Es conveniente que me compre unos calcetines? ¿Es conveniente que me compre estos calcetines? ¿Es conveniente que use zapatos sin calcetines? ¿Es conveniente que estudie inglés? ¿Es conveniente que aprenda a conducir? ¿Estudiaré ciencias o letras? El miembro del Opus Dei ideal es aquel que todo lo consulta, tenga que ver o no lo que consulta con su vida interior. 

 

            Siempre me ha llamado la atención que existen bastantes numerarios ya creciditos que no saben conducir. ¿Es que los directores desean que los numerarios no sepan conducir? En modo alguno. Animan, como parte de su paternalismo, a muchas cosas: dedica tiempo a los estudios, haz deporte, descansa, toca la guitarra. La problema consiste en que no sólo no facilitan los medios adecuados, sino que ponen toda clase de impedimentos para que esos consejos puedan prosperar. Recuerdo al jefecillo de una delegación que encargaba a un numerario de a pie:

 

            — Mañana te coges un coche. Te vas a X. y das una charla sobre tal cosa al grupo tal de cooperadores.

            — Es que no sé conducir.

            — ¿Que no sabes conducir? ¡Malo! ¡Malo! Hay que saber conducir. Ya es hora de que saques el carné.

     Carné lo tengo desde los dieciocho años. Cuando vivía con mis padres, conducía. Después, como nunca  tuve coche, ni posibilidad de conducir, se me olvidó.

 

            Al director le parecía que el numerario en cuestión era hasta un poco tontito e inmaduro. Otros hubiesen espabilado más y se las habrían apañado para de una u otra manera disponer de coche, si no propio, al menos compartido. De lo que no parecía ser  consciente era de que el numerarito en cuestión era tan austero que nunca había dado muestras de necesitar coche. Probablemente tampoco sabía nadar o montar en bicicleta.  Desde luego, si no lo había aprendido con anterioridad a su ingreso en el Opus Dei, en lo sucesivo no sabría nadar, ni montar en bicicleta.

 

            Recuerdo a la esposa de un supernumerario que era capaz de predecir cuándo un numerario iba a dejar de serlo. No marraba una. Se fijaba en pequeños detalles como saber conducir o no, aprender inglés o alguna otra iniciativa. En suma, tener un mínimo de vida propia.

 

            El fundador del Opus Dei, con paternal corazón, solía decir:

     Es conveniente que sepáis idiomas. Tenéis que aprender idiomas.

 

            El modo usual de aprender inglés para un español —joven o no joven— es pasar una temporada larga en un país de habla inglesa: Irlanda, Inglaterra o los Estados Unidos. Pero pasar una temporada en uno de esos países resulta inasequible para un español del Opus Dei, incluso siendo supernumerario. No cabe acudir a cursos anuales a los países de habla inglesa, porque esos cursos anuales serían invadidos por hispanohablantes ávidos de aprender inglés. Además se correría el riesgo de acabar en un curso anual en el que, pese a tener lugar en el extranjero, la charla fraterna se hace con un español e incluso hay meditaciones y medios de formación en ese idioma. En suma, no se produciría la tan necesaria inmersión lingüística.

 

            Otra posibilidad sería pasar una temporada en una localidad en la que no hay centro alguno de la Obra. Pero eso tampoco resulta hacedero, porque la condición de miembro del Opus Dei es opuesta a este tipo de situaciones. El miembro del Opus Dei ha de estar rodeado de otros miembros del Opus Dei y sobre todo siempre al lado de sus directores para consultárselo todo. Imaginad la situación de desamparo en que quedaría un pobre numerario que tuviese que cumplimentar un formulario de inmigración, armándose un taco con eso de “family name”, “last name” y cosas por el estilo. Quedaría también  con total carencia de ayuda y consejo de quienes tienen gracia de estado a la hora decidir si un determinado gasto es superfluo por lujo, capricho, vanidad, comodidad, etc. Y ¿qué apostolado iba a poder hacer ese pobre hombre en una localidad en la que no hay meditaciones semanales, ni círculos? ¿Cómo hacer proselitismo en un lugar en donde no hay consejo local? Sería como hormiga sin hormiguero.

 

            Por lo que leo en Opuslibros, las situaciones de control más extremas se dan en el caso de las numerarias auxiliares. Otras mejor preparadas saben cómo tienen que vestir, calzar y comportarse. ¿Os imagináis una numeraria auxiliar sin centro del Opus Dei en el que vivir? Tengo la impresión de que eso de consultarlo todo es exigido con mayor rigor en la sección de mujeres.

 

            Libertad es una expresión que se toma y usa en muchos sentidos. Quisiera utilizarla en el sentido de realizar sin condicionamientos impuestos por un tercero actividades tan sencillas como vestir, descansar, rezar o hablar. En esta página web hay testimonios muy expresivos de personas que nos ilustran su vivencia de sentirse libres al abandonar el Opus Dei. Es una vivencia parecida a la del que sale de la cárcel. Allí todo está resuelto y reglado: la hora de levantarse, la hora de acostarse, el lugar y manera de comer, dormir o ver la televisión, el tiempo y forma de recibir visitas de familiares, etc. Ese tenerlo todo resuelto no deja de originar inmadurez personal. Los reclusos que han pasado mucho tiempo en la cárcel necesitan un periodo de adaptación para integrarse de nuevo en la sociedad. Las habilidades que en la prisión aprendieron de poco les sirven fuera. Hay casos en los que el interno se ha acomodado de tal manera a su situación carcelaria, que no desea abandonar los muros de su cautiverio. Está bien allí. Está apegado a la seguridad de su rutina gris. Me vienen a la cabeza muchos nombres de los que componen la burocracia central del Opus Dei, del Consejo General o como se llame ahora, personas encerradas en los muros de Villa Tevere año tras año, más de cincuenta en algunos casos. Lo demás es pretender hacer la guerra por cuenta propia.

 

            Hace cierto tiempo tuve ocasión de conversar con un numerario que, de pasada, me contó que le correspondía hacer la compra de su casa, compuesta por unas doce personas. Me quedé con ganas de preguntar más cosas; pero no profundicé en el  tema, porque cuando hablo con un numerario, evito hablar de la Obra. Eso favorece un ambiente relajado, en el que el de Casa no está a la defensiva. Además previene que se me incluya en la lista de las malas compañías que debe rehuir. Si me hubiesen encargado a mí de ocuparme de semejante tarea con libertad, creo que hasta me hubiese divertido. Por supuesto no sería yo el que hiciese la compra. ¿Es que me iban a sisar? Pues que lo hiciesen. Este pobre numerario había de observar múltiples reglas, incluidas las encaminadas a que no le sisasen y no podía echarle un componente lúdico a la tarea. Estaba un poco empastillado. Daba pena.

 

            Sobre casas de numerarios  sin hermanas nuestras que se encarguen de las tareas de la administración, recuerdo una en la que el secretario del centro no tenía que hacer la compra; pero tenía una dificultad. No lograba gastar lo presupuestado por las altas instancias del Opus Dei para manutención. Ante esa dificultad, exigía a la cocinera que comprase cosas caras y dispusiese sobre la mesa del comedor una especie de entremeses —en el más estricto sentido de la palabra; es decir, entre plato y plato— de jamón y de cosas así y argumentaba ante la delegación que la vida allí era más barata que en el resto de España por lo que le resultaba difícil gastar lo presupuestado.

 

            ¡Había, oh felicidad, un error! Había entendido que el presupuesto de alimentación para un día era el presupuesto de alimentación de cada comida. Sin merma de la obediencia, se lograron finalmente unos menús equilibrados. Nos encontramos aquí ante un ejemplo de la segunda hipótesis. La del que consulta y recibe consejo acertado, pese a lo cual en razón de su torpeza, confunde el presupuesto de un día como el presupuesto de una sola comida. Este caso plantea el interrogante de si se acierta simplemente por obedecer o si se acierta por actuar correctamente.

 

            No me cabe duda de que nuestras hermanas que se dedican a las tareas de la administración son santas, en el sentido de que son obedientes. Pero ¿no podría realizar cada una de ellas y a su aire otro tipo de actividades encaminadas a hacer de Opus Dei en la tierra o en el mar? Pues, no. En la dedicación a otras actividades se corre el peligro de no ser obediente, de no seguir las pautas que con tanta experiencia, sentido sobrenatural y sentido común fueron aprobadas por la superioridad y a veces hasta por el mismísimo fundador, canonizado por la Santa Sede. Seguir esas pautas se valora como algo que proporciona mucha santidad. El criterio de pedir permiso para beber agua pone de manifiesto el sentido de lo que se entiende por santidad en determinadas instituciones. Santo es el que pide permiso. Y lo propio sucede con los numerarios. De no ocupar cargos muy punteros —entonces se les deja hacer en cierta medida lo que quieran— en el mundo de las finanzas, de la política, de la prensa, lo mejor es que trabajen en una obra corporativa o similar dirigida por el Opus Dei.

 

            El servicio doméstico de las casas del Opus Dei —llamado pomposamente Administración— ha originado un acervo de normas. Se han alcanzado cotas altísimas de reglamentación, axiomatización, directrices y principios rectores. Y se supone que toda esa cultura normativa corre paralela con el grado de perfección cristiana que alcanza el o la que la asimila y pone en práctica. Está claro y bien definido qué es un desayuno, qué una comida, qué una merienda, qué una fiesta A, B y C, cómo y quién abre la puerta de la calle y la puerta llamada de “comunicación”; expresión, por cierto, que nunca me pareció apropiada, pues todas las puertas son de comunicación. Etc., etc. ¿Evoluciona la “administración de  nuestras casas”? Lentamente. Se tiende a hacer las cosas como siempre, a cambiar lo menos posible. Es un engranaje tan alambicado, adquirido con muchos años de experiencia, que modificar o eliminar alguno de sus elementos puede conducir a malos resultados.

 

            Lo propio sucede con otras actividades: colegios de segunda enseñanza, colegios mayores, casas de retiro, círculos con bolsita limosnera para los pobres, etc. Se ha llegado a un modelo a implantar. Existe el colegio ideal, la casa de retiros ideal, el círculo de San Rafael ideal, la supernumeraria ideal —tiene muchos hijos—, la sirvienta ideal —algo iletrada y cateta—, el cooperador ideal, la tertulia perfecta, el artículo de “Crónica” perfecto, la “meditación sacerdotal” inmejorable y etc. etc. Los centros del Opus Dei me recuerdan a esas pequeñas pirámides que hacen las hormigas y los termes. Siempre iguales. Asombrosas en su perfección. Eficaces. Toda la razón de ser de hormiguero es el hormiguero mismo. El fundador del Opus Dei dejó el espíritu del Opus Dei no sólo escrito, sino “esculpido”, para que no pudiésemos equivocarnos. Como consecuencia la búsqueda de la santidad y las tareas apostólicas en el Opus Dei consisten en seguir esas “esculpideces”.

 

            Cuanto más esculpido está algo, cuanto más reglado en sus detalles —un colegio de segunda enseñanza, la administración de nuestras casas, la tertulia—, más obsoleto se va quedando con el paso del tiempo. Por perfectos que sean y por mucho que nos admire esa perfección que indudablemente tienen, llega un momento en que hay que abandonar el correo de postas, los viajes en diligencia y tantas cosas más. Pero la principal problema no es tanto ciertas obsolescencias detectables en los modos de hacer del Opus Dei, sino el haberse ido por caminos ya muy trillados en la viña del Señor, distintos de la santificación personal en el propio trabajo profesional, que era no sólo lo novedoso, sino lo que dota a cada persona de responsabilidad personal.

 

            Antes había colegios de segunda enseñanza de jesuitas, dominicos, salesianos, teresianas, etc. Ahora hay esos mismos colegios, más los del Opus Dei. Es que lo de captar intelectuales y universitarios resultaba muy difícil. ¡Pues claro! Lo mejor es cogerlos a los catorce o quince años. ¡Pues claro! Y aun así no vale cualquier colegio, sino que han de ser colegios del Opus Dei. Así que:

 

     ¡Manolo!, ponte a montar colegios de segunda enseñanza.

 

            Y para que pite un universitario es necesario crearle previamente una Universidad “ad hoc”. El Opus Dei también monta casas de retiro. Siempre existieron. Se llamaban casas de ejercicios espirituales y solía ponérseles el nombre de un santo o el de una advocación piadosa. Las del Opus Dei no tienen nombre de santo, sino de accidente geográfico, árbol o similar.

 

            Y decía el fundador:

            —Lo nuestro son tareas ¡laicales!, ¡seculares!

 

            Los colegios llevados por las madres ursulinas, al parecer,  no eran laicales. Hubo de venir el Opus Dei para que hubiese colegios ¡laicales!

 

     Por cada delegación un colegio, ¡Manolo!, que es muy secular.

 

            Es decir, dos: uno para niños y otro para niñas. Nunca mixtos.

 

            La santidad personal acabó convertida en la puesta en práctica de una serie de reglas fruto de la experiencia de gobierno de unas personas —supuestamente santas — muy duchas e ilustradas en materia de tertulias, administraciones, colegios de segunda enseñanza, casas de retiro, vida comunitaria llamada de familia, etc. Todo ello da pábulo a la soberbia. Hasta que llegó el Opus Dei no había colegios de segunda enseñanza adecuados, porque los de los religiosos no valen nada. Hasta que llegó el Opus Dei no había “Universidades católicas” dignas de tal nombre. Hasta que llegó el Opus Dei, el clero diocesano estaba abandonado y tuvo que llegar Escrivá a ocuparse de esos pobres curicas. Etc. Hasta que llegó nuestra Madre Guapa —doña Perfecta— todo andaba manga por hombro. ¡Menos mal que Dios inspiró al Fundador, como a un nuevo Moisés, como a un nuevo San Pablo, el Opus Dei.

 

            Sea o no laical la tarea de montar colegios de segunda enseñanza, lo que no acabo de ver claro es que los directores del Opus Dei tengan gracia de estado para montarlos. A quien corresponde esa gracia de estado es más bien al ministro o ministra de educación. ¿De quién ha recibido el Opus Dei la misión de montar colegios? El fundador se negó a promoverlos, hasta que se vio forzado a ello para conseguir vocaciones.

 

            Al cielo no irán ni los  colegios de Fomento, ni el santuario de Torreciudad, ni la Universidad de Navarra, sino personas físicas. Tampoco estarán allí las pirámides de Egipto, ni las restantes maravillas del mundo. Santos son las personas individuales. Y para serlo han de ser plenamente personas, con ideas, metas, propósitos y proyectos propios. Si a los numerarios sólo se les exige disponibilidad, renuncia al ejercicio de la propia profesión, abandono de satisfacciones artísticas, literarias y cosas por el estilo, el resultado son unos seres anodinos, insulsos y hasta un poco siniestros en algunos casos. ¿Consiste la santidad en  hacer lo decidido por otros en nombre de Dios? Pues, no. Dios está en el interior de cada uno.

 

            Los padres quieren que sus hijos aprendan inglés, sepan conducir y hagan deporte. Y más importante aun: en razón de sus posibilidades, les proporcionan los medios adecuados. Les dan consejo y enseñanzas, pero tendentes a que cada vez en mayor medida se valgan por sí mismos y sean independientes. En el Opus Dei sucede al revés. Los consejos y enseñanzas van encaminados a adquirir el hábito de depender para todo de la institución. Trabajar para la institución; no para fuera. No proyectarse hacia el mundo, sino hacia la propia Obra, que es la que tiene apostolados y necesita personas y dinero para  esos apostolados.

 

            Fuera del Opus Dei —así lo reconoce la sociedad y su Derecho— llega un momento en el que los hijos dejan de estar sometidos a la patria potestad. Ese es el momento en que el Opus Dei se lanza sobre el teen-ager. Ese periodo de tránsito entre la adolescencia y la edad adulta es el ideal para cazar al numerario. Lograr que más tarde acepte vivir perpetuamente en minoría de edad, pidiendo permiso y consejo para todo, es difícil y excepcional. Llega un punto en que corresponde a la dignidad de las personas decidir por sí mismas. Y adquirida esa dignidad, es muy difícil reinstalarlas en una minoría de edad perpetua. No se trata solamente de continuar sometido a la patria potestad, con la consiguiente necesidad de permiso para comprar, vender, hacer testamento, solicitar un crédito, fijar domicilio, etc., sino de estar también sometido a una potestad doméstica que en el caso del Opus Dei es muy rígida. Hay que pedir permiso para faltar a las llamadas “reuniones de familia” —desayunar, almorzar, cenar, asistir a los círculos, meditaciones, bendiciones, etc. —, no digamos ya para pernoctar fuera de casa. En la “propia casa”, no se puede mover un mueble, ni poner un nuevo foco de luz, ni encender la televisión o la radio, ni mucho menos invitar a alguien a almorzar.

 

            ¿Consiste la santidad en ser como Peter Pan, el niño que no quiso crecer?

            —En eso consiste la entrega. En esa renuncia está la santidad, se me decía en una charla.

 

            No lo veo tan claro. No veo que la santidad consista en estar al servicio de unos señores que dicen tener “gracia de estado” para organizar la vida de los demás, con la excusa de llevar a cabo unos llamados apostolados de la Obra, que no son otra cosa que hacer proselitismo para el Opus Dei. La obediencia es virtud cristiana: acatar las leyes, pagar impuestos, seguir las instrucciones de los superiores, si se es funcionario, obedecer a los padres, etc. Pero no es eso, sino más bien lo contrario, lo que pide el Opus Dei.

 

 

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