Contexto de una beatificación
Olegario González de Cardedal
Diario 16, domingo, 17 de mayo de 1992
Diario 16 publica hoy, día de la beatificación de Monseñor
Escrivá de Balaguer, una reflexión de uno de nuestros teólogos más destacados,
Olegario González de Cardedal, Catedrático de la
Universidad Pontificia de Salamanca, académico de la Real de Ciencias Morales y
Políticas, miembro de la Comisión Teológica Internacional. Olegario González de
Cardedal fue merecedor del premio Espasa
Calpe, con su ensayo “El Poder y la Conciencia”. En
el análisis que publicamos, el teólogo realiza un recorrido del más alto nivel
teológico y pastoral por la figura de Josemaría
Escrivá y el Opus Dei.
La
beatificación de un hombre o mujer por parte de la Iglesia católica supone el
reconocimiento público de que han vivido una vida
conforme al evangelio, de que han gozado de los bienes que Dios ofrece
anticipadamente a sus hijos en este mundo y que tras su muerte participan de
esa suprema aspiración humana, que es la bienaventuranza. Una persona así es
“bienaventurada”. De ella, la Iglesia afirma que poseyó la gracia de Dios en la
tierra y que ahora ya muerta posee la gloria en el cielo.
La
Iglesia reconoce en ellos exponentes auténticos de su doctrina, de su oferta
de sentido al mundo, de la realización ejemplar de la vida humana que ella
propone. Los bienaventurados o “beatos” son por tanto propuestos como modelos
de vida cristiana. A la vez son reconocidos como objeto de veneración, por
haberse manifestado y obrado la gracia de Dios en ellos. Finalmente son considerados
como intercesores ante Dios a favor de los demás.
La
beatificación originariamente confirma el culto local otorgado a un cristiano
muerto en olor de santidad y dependía del obispo del lugar. Ni la santidad
del santo ni la autoridad implicada se extendían más allá de la región o del
grupo al que el santo pertenecía. Si bien hoy día la beatificación es también
llevada a cabo por el Papa, el compromiso de autoridad no es mayor. La beatificación
formal no puede comprometer estrictamente la infalibilidad de la Iglesia,
porque no es más que un permiso dado a una devoción local, como lo prueba
el hecho de que todo el proceso deba ser vuelto a examinar, si se quiere pasar
a la canonización. (Bouyer, Diccionario teológico, Barcelona, 1968. Pág. 117).
La
canonización significa, en cambio, la declaración de una figura como santa
y salvada, e implica la suprema autoridad del Papa. Aquí es donde debe verificarse
si una persona posee la universalidad cristiana objetiva. El paso de la beatificación
a la canonización no es un mero trámite. Ante ella, el pueblo de Dios deberá
manifestar su aceptación o rechazo de una figura como exponente universal
de la vida cristiana.
Monseñor Escrivá de Balaguer
El
fundador del Opus Dei
(Obra de Dios) muere en 1975. En 1981 se comienza el proceso. Él lleva a la
declaración formal de beatificación, que tendrá lugar hoy. Proceso rapidísimo,
polémico, suscitador de entusiasmos por un lado y de rechazos y temores
por otro. Y esto no ocurre sólo en la sociedad, sino, incluso, dentro de la
misma Iglesia. Preocupación y sorpresa, que consideran ambiguas la persona,
la función que actualmente cumple la obra en la Iglesia y la figura de santidad
que, con ello se quiere ofrecer al mundo.
Escrivá
crece en una historia española determinada por una relación entre fe y sociedad,
Iglesia y Estado, propias del siglo XIX. Esa espiritualidad colectiva conformó
la suya propia. En este sentido tiene los límites y gloria que tienen ese
tiempo y sociedad. Porque ningún hombre es un aerolito caído del cielo; ni
un santo es un ser de absoluta perfección que no tenga límites naturales o
imperfecciones morales. Las tienen como todos, ya que la gracia cura y perfecciona
a la naturaleza, pero ni la anula ni la redime del todo.
Su
persona ha suscitado la adhesión de millares de hombres y mujeres, que han
descubierto en él la presencia de Dios y, por medio de él, han oído la llamada
a seguir el evangelio, a trabajar para que los ideales del reino se realicen
en este mundo. De la fe y la generosidad de esos hombres han nacido a su vez
otras muchas obras. Unas admirables, otras menos.
¿Por
qué suscita rechazos la beatificación de monseñor Escrivá? Porque no todo
hombre bueno debe ser propuesto como modelo de santidad para una época, en
la que podría ser incluso rémora para los mejores ideales urgentes en ella.
No todos los santos son imitables en la precisa forma de su santidad. ¿Es
la figura de monseñor Escrivá el modelo que mejor puede alimentar los ideales,
que tienen primacía en la Iglesia y en la sociedad de hoy? Muchos creen que
no. Porque es el exponente máximo de una fase del catolicismo español, gracias
a Dios, superado por impulso del Concilio, porque él siguió pensando la afirmación
del evangelio mediante el poder y la extensión de la Iglesia por los caminos
del Estado.
En
esto, él no fue mejor ni peor que el resto de la Iglesia española. Fue su
exponente radical y rezagado. Entretanto, la jerarquía corrigió ese curso
anterior, rehaciendo su forma de presencia pública y llevando a cabo todas
las separaciones necesarias. Hizo confesión de sus culpas; organizó la campaña
de reconciliación, ofreció su palabra, su vida y sus hombres a la colaboración
con quienes habían estado en otras laderas de España. Ha roto sus tradicionales
conexiones con la derecha y la riqueza, para dejarse guiar, más allá de categorías
políticas, por las primacías que estableció el mismo Jesús: verdad y pobreza,
esperanza y misericordia.
En
este contexto, no es fácil reconocer como ejemplar a alguien que promovió
primordialmente la presencia eclesial en los ámbitos de poder y de la riqueza,
para quien las relaciones libertad-autoridad no parecen haber sido claras
y transparentes. Al menos no lo fueron para quienes las contemplaban desde
fuera y para muchos que abandonaron la Obra. No siempre aparecía claro que
los fines no justifican los medios. Y, sobre todo, aún no se ha dado una explicación
convincente de algo que contradice la anterior praxis eclesial: su reclamación
del título de marqués.
Cuando
un miembro de la nobleza, duque, conde, marqués, se hacía sacerdote o religioso,
dejaba su título. En el caso de Escrivá ocurre lo contrario: sin tenerlo por
origen, lo reclama. Sin duda habría razones reales que lo tipificasen, pero
a los de fuera nos son desconocidas. Y causa extrañeza que una vocación de
humildad se engalane ahora con títulos de marquesado.
Esto
acontece en momentos en que la Iglesia decide acercarse a los continentes
pobres, a las clases situadas en la marginación, a las tareas que las instituciones
de este mundo no asumen. Yo, que he pasado mi vida en la universidad, jamás
diré que haya que dejar lo uno para hacer lo otro, porque la inteligencia,
el corazón y las manos son todos órganos dados por Dios y su cultivo es tan
necesario a la fe como a la vida. Pero reconozco que hay que establecer primacías
y equilibrios. Y cuando éstos no se dan, algo cruje en la Iglesia, algo sufre
en el mundo y, al final, algo se degrada.
La
santidad no se da en abstracto sino en concreto. “La santidad tiene que ser
testificada ante el mundo y tiene su historia. Los santos canonizados son
modelos fecundos de la santidad propuesta para una época determinada. Por
medio de su estilo cada vez nuevo de ser cristianos, por medio de su ejemplaridad
concreta, han mostrado a otros el camino para una aceptación creadora del
cristianismo con una nueva comprensión de éste. (K. Rahner,
Diccionario teológico, Barcelona, 1966. Pág. 682).
La persona y la obra
Toda
persona lúcida, que quiere entender por qué se ha llegado a esta beatificación,
tiene que dar razón de la influencia histórica de esta personalidad y de la
institución que puso en marcha. Su importancia es innegable en la historia de
España y en la de la Iglesia reciente. Para entenderla hay que recordar cómo comprendía
la Iglesia por los años treinta la vocación cristiana, la santidad, el
matrimonio, la acción apostólica y la vida religiosa. Si no en teoría, sí en la
práctica, la vocación a la santidad cristiana era identificada con la marcha al
seminario para ser sacerdote o el ingreso en un monasterio, si se trataba de
mujeres.
Escrivá
tuvo el coraje, fornido más que discernido como buen aragonés, de reclamar
también lo que movimientos como la Acción Católica y Grupos de Perfección
afirmaban: que todo cristiano tiene vocación de santo; que la santidad se
realiza en el lugar propio en que Dios le ha enclavado.;
que la santidad implica la obra bien hecha y que esa obra bien hecha no son
sólo los grandes monumentos públicos sino los pequeños quehaceres de cada
día; que la profesión, el matrimonio y la cotidianidad son el lugar de encuentro
con Dios; que, en principio, no hay alternativa entre fidelidad a Dios y fidelidad
al mundo; que el creyente está llamado por Cristo no a ser sujeto pasivo de
una historia que hacen otros, sino protagonista de ella.
Esto
tuvo un profundo efecto liberador para muchas vidas jóvenes que querían vivir
el evangelio en plenitud y radicalidad, pero no tenían una clara vocación
al sacerdocio o vida monástica; que consideraban una bella tarea sanar y transformar
este mundo; que estaban entusiasmados con sus profesiones y que no querían
sucumbir a una escisión entre experiencia humana y experiencia cristiana.
Él puso delante de ellos los más bellos ideales vividos en la Iglesia. La
contemplación y la misión tienen un contenido y un contexto. El contenido
es el mismo siempre, el contexto puede ser siempre nuevo. La contemplación
ya no tiene sólo lugar en los monasterios, sino en todo espacio abierto a
la presencia de Dios.
Este
programa de santificación y de misión cristianas es en principio perfecto.
Supuso un redescubrimiento o actualización de lo que es la llamada universal
a la santidad, que es una afirmación evidente desde el Nuevo Testamento. Todos
somos hijos de Dios. En Cristo no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre
ni mujer. Lo decisivo es ser hombres nuevos. El problema surge cuando uno
se pregunta si los medios y métodos del Opus han
correspondido siempre a estos fines.
Una historia de sociedad y de Iglesia
El
Opus Dei, nace como proyecto, en
el peor momento histórico, y con el más pobre bagaje teológico. Un inmenso
esfuerzo de buena voluntad y coraje, que no lleva unido el necesario discernimiento
teológico e histórico que le permitiera estar a la altura de la conciencia
histórica, como explicaba Ortega y como ha reclamado el Vaticano II al hablar
de los “signos de los tiempos”.
Digo
el peor momento histórico: la posguerra española, el integrismo redivivo,
la identificación entre sociedad e Iglesia, la exhumación de los ideales imperiales
de otros siglos y el rechazo de la conciencia moderna; la convivencia entre
poder político y jerarquía católica; la presencia de los obispos en los órganos
del Estado. Todo ello estableció una relación entre Iglesia y mundo que ponía
en peligro tanto la verdad y libertad de la Iglesia, como la verdad y autonomía
del mundo.
En
este preciso momento despliega el Opus su actividad
en España, llevado por el ideal teológico entonces vigente: a la religión
por el poder, en un momento en que no hay libertades. El hecho de que sus
miembros como individuos o como grupo protagonizasen
parte de esa política los hace responsables de sus logros y fracasos y explica
que hoy se descargue sobre esa institución la responsabilidad de muchas llagas
abiertas entonces. Y el prójimo es inclinado a olvidar lo bien hecho,
mientras recuerda siempre lo negativo.
Tuvieron
la mala suerte de surgir con un pobre bagaje teológico. No fueron ellos responsables
de nacer así, pero sí de perdurar así, porque en otras iglesias de Europa
había ya entonces otra teología y otra espiritualidad. No se abrieron a ellas,
más aún, cultivaron una conciencia de ghetto, como ha ocurrido repetidas veces
en España ante los movimientos espirituales, sociales y políticos nacidos
en Europa. No eran en esto los miembros del Opus
distintos de lo que acontecía en otros pagos españoles. Pero ellos por el
poder otorgado o conquistado, por las minorías jóvenes que se les adhirieron,
por la confianza otorgada desde la más alta magistratura, se convirtieron
en la avanzadilla de un nacionalcatolicismo, al
que el Vaticano II quebraría sus lanzas y picas.
A
la luz de un integrismo intelectual, que muchas veces iba unido a una admirable
generosidad moral, lograron presencia, prestigio y poder en los sectores de
la Iglesia y en los círculos de Roma que habían acogido con recelo el Vaticano
II, reduciendo sus consecuencias al mínimo. Por otro lado, hay que recordar
que en España no hemos tenido a Lefevre y que a otros albañales habrán tenido que ir
ciertas aguas de idéntica procedencia.
La crítica y los críticos
El
Opus ha nacido con la gloria y las limitaciones de toda minoría
consciente de una peculiar misión histórica. La necesidad de afirmarse y defenderse,
encontrando su sitio propio en el viejo mundo. Ello llevó consigo el rechazo
que toda minoría innovadora provoca. Esto era natural. Los problemas más graves
vienen cuando se trata de insertarse en la Iglesia común. El Opus ha sido percibido siempre como una iglesia dentro de
la Iglesia, presentado como el único lugar de perfección posible para los
cristianos consecuentes. La colaboración con los demás nunca ha sido su fuerte.
Si
uno de los más bellos logros posconciliares ha sido,
lo que yo llamaría la recatolización o eclesialización
de las órdenes religiosas, en el Opus se daba el
fenómeno contrario. La Iglesia después del Concilio ha establecido la unidad
de misión y la diversidad de ministerios. Por eso ha sido admirable trabajar
en instituciones donde estaban presentes seglares y dominicos, hijas de la
Caridad y claretianos, paúles y mercedarias, es decir, todos, sin que nadie
se viese frenado en su peculiar forma de consagración a Dios sino por el contrario
alegres todos de llevar adelante conjuntamente una obra de
Iglesia. Raras veces encontrábamos allí a alguien del Opus.
Y si estaba, no se sabía quién hablaba, si él o la
Obra entera por su boca. Nunca teníamos la impresión de un real diálogo personal.
Las diócesis han quedado divididas muchas veces en dos tipos de clero: por
un lado, el normal y, por otro, los de la Obra que, con obediencia formal
al obispo, de hecho viven segregados en su vida personal y en su acción apostólica.
Su
relación con Roma ha sido variada, conforme han sido los sucesivos Pontífices.
La autoridad del Papa no depende de la nacionalidad o de la sensibilidad teológica
que posea, sino de su condición de sucesor de San Pedro en la autoridad que
le otorgó Jesús. Por eso se entiende mal cómo el Opus
a lo largo de los últimos decenios haya variado tanto en su relación con el
Papa. Es plenamente inteligible y legítimo que uno se sienta más cercano a
una figura pontificia que a otra, pero de ahí al rechazo silencioso o al enaltecimiento
seductor va un abismo.
La
mayoría de las críticas nacían de la caridad fraterna, de la voluntad de ayudar
a un movimiento naciente a cristalizar en cristiano y no en sectario, integrista
o fundamentalista. Era necesario ofrecer aguas vivas de evangelio a tanta
generosidad, encauzar tanto dinamismo. Por esa fraterna valoración y emulación,
muchos de nosotros hemos criticado con amor la trayectoria intelectual y pastoral
de la Obra.
Hans
Urs von Baltasar
mostró ya hace treinta años que el integrismo estaba en la misma raíz del
Opus. Se ha dicho que “Camino” en realidad, más
que un libro de teología, es un manual de adolescentes. Nada más necesario
que una buena guía para esa edad peligrosa. Pero no se intente suplir con
generosidad y buena voluntad lo que en otras fases de la vida exige esfuerzo
de razón teológica e histórica, de ensanchamiento cultural y personal. En
nuestros días, el cardenal König, su gran protector en Austria, los ha invitado a acoger
con más receptividad las críticas que se les hacen. Es un deber para con toda
la Iglesia acogerlas; despejar malentendidos; no encerrarse en su cascarón desechando toda objeción como
si viniera de ateos o de enemigos de la Iglesia; revisar
sus orígenes teológicos anclados más en ideas del siglo XIX y comienzos del
siglo XX, que en una real modernidad cultural y eclesial (entrevista en Kathpress, 12 de febrero de 1992).
Por
otro lado, cuando ya jubilados tengan más tiempo, los cardenales Ratzinger
y Castillo Lara, nos podrán contar el servicio que hicieron a la Iglesia,
buscando un lugar exacto a la Prelatura dentro del Código de Derecho Canónico
y mostrando cómo la pretensión del Opus de situar
la prelatura dentro de las estructuras constitucionales de la Iglesia era
o una ingenua herejía o una inmensa pretensión de poder. Y otras autoridades
de la Iglesia nos tendrán que explicar algún día por qué la pregunta del Papa
a la Conferencia Episcopal Española requiriendo su opinión sobre la conveniencia
de erigir al Opus en prelatura personal, no le llegó
a aquélla en la forma querida por el Papa como consulta abierta antes de tomar
la decisión, sino como comunicación sobre algo ya decidido. Y se nos deberá
explicar las excepciones hechas a favor de la Obra.
Este
conjunto de cosas hacen que haya surgido un malestar
eclesial, que empaña el gozo normal, que toda la Iglesia debería sentir ante
la beatificación de uno de sus hijos. Yo quiero alegrarme con los miembros
del Opus por este reconocimiento a su fundador. Conozco su buena
intención y fines y me he opuesto a algunos de sus métodos y medios, conozco
muchas personas que por medio de él se han encontrado con Dios e intentan
vivir su vida en cristiano, si bien es verdad que ciertas actitudes, acciones
y relaciones me gustaría fueran bien distintas.
Yo
había esperado que por sensibilidad histórica y sentido de Iglesia hubieran
retrasado esta beatificación cincuenta años, como preveía el viejo Derecho
Canónico, que preveía también la atención a factores como el rechazo popular,
aún cuando fuera injusto. Para entonces se hubieran cerrado muchas heridas
y hubieran dejado de sangrar tantas llagas. Que no hayan visto, o que no hayan
querido ver y no hayan evitado las graves repercusiones negativas de este
hecho para la vida espiritual de España me apena
profundamente.
Pero
en la Iglesia un santo no lo es todo, ni está nadie obligado a venerarlo (K.
Rahner). Hay pluralidad de caminos
y moradas. Es necesaria la comunión y aceptación mutua, sin excomuniones recíprocas,
con la mejor caridad vivida. Si aquella caridad no existiera, no habría comunidad
ni de fe ni de esperanza. No seríamos ni unos ni otros Iglesia.
La doble reacción
Hay
dificultades contra el Opus, que nacen de la
conciencia cristiana y de serias situaciones; otras en cambio son dirigidas
contra el cristianismo como doctrina, la Iglesia como institución y la vida
cristiana como actitud religiosa. Para algunos, el Opus
es un pretexto de disparo, cuando el verdadero blanco es la Iglesia. Quien
quiera acusar a la Iglesia hágalo en directo y con razones, o muestre en qué
medida en el Opus hay cosas que no son conciliables
con el evangelio o con la esperanza humana. Otra cosa es una falta de
honestidad intelectual y de convivencia cívica. Porque si el Opus evidentemente no es la Iglesia pertenece a ella.
Yo
corregiré a mis hermanos y pido ser corregido por ellos, pero nunca usaré
el látigo contra la madre común, la Iglesia, de la que recibo la verdad y
vida divinas, la que tiene sus raíces en Dios y mantiene vivo el núcleo incorruptible
de la verdad, pese a las ramas secas y a los frutos desabridos.
Esta
beatificación no debe ser un plebiscito eclesial para un movimiento ni una
legitimación incondicional de una historia anterior. Por otro lado, tampoco
debe ser lo que algunos intentan, ocasión pública para un linchamiento moral
del Opus. Y de ambas actitudes existen especimenes
entre nosotros. Tan lejos estoy de una como de otra.
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