Santos
y santos
Ricardo Navas-Ruiz
Catedrático de la Universidad de Massachusetts
La Iglesia Católica acaba de sumar a su extensa lista
de santos uno nuevo, el sacerdote español José
María Escrivá de Balaguer. El lector habrá
seguido sin duda alguna a través de los medios informativos
la solemne ceremonia de proclamación. Habrá
también leído la vida y milagros del personaje,
los elogios y las críticas, la historia de su mayor
logro, el Opus Dei, la Obra, como suelen designarla sus miembros.
No es cuestión de reiterar cosas sabidas. Querría,
sí, dejar caer un poco a vuela pluma algunas reflexiones,
totalmente intranscendentes, con ocasión de tal acontecimiento.
De todas las iglesias existentes y desaparecidas, -salvo
error-, sólo las Iglesias Católica y Ortodoxa
han consagrado y mantienen en vigor la figura de la santidad.
Su santoral abarca libros extensos. Hasta hace poco, y quizá
aún todavía lo son entre ciertos lectores, fueron
populares las vidas de santos, algunas en doce volúmenes
para acompañar los meses del año. Los reformistas
del Renacimiento hicieron ya la crítica más
válida al hecho: tanto santo ha terminado por oscurecer
el objeto mismo de la religión, Dios. No falta, en
efecto, quien venera a San Pancracio, por ejemplo, e ignora
a su Creador, o quien blasfema en el nombre de Cristo; pero
pone flores a Santa María.
Supongo que, al dar tal importancia a los santos, las Iglesias
Católica y Ortodoxa pretenden poner ante sus fieles
unos modelos de conducta. Seguirían en ello lo que
suele hacer toda sociedad civil exaltando a algunos individuos
ejemplares para que inspiren a sus ciudadanos. La diferencia
está en que la sociedad civil no transciende el orden
humano en tanto que las Iglesias Católica y Ortodoxa,
con su énfasis en los milagros como condición
de la santidad, transportan al sujeto a un orden sobrenatural.
El santo, más que un ser humano, es un elegido de Dios.
Su ejemplaridad resulta un tanto inaccesible a la imitación.
No extraña, pues, que el no católico u ortodoxo
aparezca confuso ante lo que juzga politeísmo, proliferación
de dioses menores. ¿No basta, se preguntan, con orar
a Dios sin tener que recurrir a intermediarios?
La Iglesia Católica, -quedándonos ya sólo
con la que ahora nos ocupa-, debe tener sus poderosas razones
para mantener la veneración de los santos entre sus
prácticas. Y las respetamos, aunque las ignoremos,
como respetamos las creencias de tantas y tantas instituciones
que escapan a nuestro conocimiento. Pero, sin duda, tiene
también razones importantes de índole funcional.
Imagínese el lector por un instante qué pasaría
si mañana, por impensado decreto papal, desaparecieran
todos los santos del culto de la Iglesia. Habría que
decir adiós en España a un sin fin de fiestas,
entre ellas Santiago, la Inmaculada, y las innumerables ligadas
a los patrones de tantos pueblos. Habría que decir
adiós a procesiones, verbenas, romerías, bailes,
a todo un riquísimo folclore del que está tejida
la vida de nuestras gentes, sus costumbres, sus devociones,
sus esperanzas, sus rezos. Quien dice España puede
decir Hispanoamérica y muchos otros países.
PERO volvamos a nuestro santo, que todo lo anterior parece
andarse por las nubes. ¿Dónde podríamos
ubicar a san José María? Mártir no es,
y esto nos impide acercarlo a San Lorenzo. Virgen no parece
categoría aplicable a hombres. Doctor, no sé,
es título que nos trae a la mente a Santo Tomás
de Aquino y nuestros olvidados días estudiantiles.
¿Fundador? Esa es la palabra. Fundador, como santo
Domingo, san Francisco, san Ignacio de Loyola.
Pero, aquí, debo confesar, me asaltan enormes dudas.
¿San José María estará con ellos
allá arriba? Por supuesto que sí. Pero, aquí
abajo, entre los pecadores e incrédulos, ¿cabe
equipararlos? Odiosas son las comparaciones. No obstante,
será quizá porque la distancia histórica
agranda las figuras o las empequeñece, -que todo puede
pasar-, Domingo, Francisco, Ignacio tiene ya algo de mítico
y sus órdenes una cumplida y cabal página de
logros. A su lado San José María nos parece
un poco inmaduro como santo y su Obra con mucho que demostrar.
Quizá el mismo san José María habría
concordado con lo que dicen que su canonización ha
sido precipitada. Aún viven muchos que asocian la Obra
a tiempos oscuros del franquismo dentro del cual y a favor
del cual creció. No pocos recordamos todavía
desde nuestros días de estudiante la Obra como algo
oscuro, no se sabía bien qué era, cuyos miembros,
simpaticones y generosos, prometían becas en Alemania
y se llevaban todas la oposiciones.
Alguien ha comentado que no deja de ser irónico que
un papa, formado en el antinazismo y el anticomunismo, haya
elevado a los altares a un sacerdote del franquismo.
Pero Dios escribe derecho con renglones torcidos. Él
sabrá por qué deja que ocurran las cosas en
la tierra. El tiempo dirá si san José María
va a crecer como figura o se opacará entre tantos y
tantos santos olvidados, si su Obra fecundará la Iglesia
o se reducirá a un relámpago momentáneo,
si su "Camino" serán los "Ejercicios
Espirituales" del futuro. Ahora, a algunos nos cuesta
un poco aceptar su santidad al revés que nos pasa,
por ejemplo, con la madre Teresa de Calcuta, tan callada ella,
tan entregada a los parias de este mundo.
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