RECUERDOS DEL CAMINO
Autora: Carmen Charo Pérez de San Román
Numeraria del Opus Dei de 1972 a 1990
ETAPA FINAL: MURCIA
A pesar de estos altibajos, mi vida era bastante normal,
así que en la primavera del año 85, me mandaron
a Madrid para cursar la convalidación de la carrera
de Ciencias Domésticas, entonces, sólo con validez
interna. Por cierto, que al terminar el curso nos dieron un
certificado a modo de título, que tiempo más
tarde, recogieron convenientemente sin mediar explicación.
Me figuro que alguna les pondría en un brete con aquel
título que no tenía ninguna validez académica
oficial.
En agosto fui a vivir a Murcia, a un centro que se acababa
de abrir para agregadas, y donde permanecí dos años.
Luego, mis dos últimos años en la Obra, los
pasé en otro centro de supernumerarias y también
agregadas. Los dos primeros años y el último,
tuve la misma directora en los centros. La llamaré
Rita.
El tercer año, cambió. Fue nuevamente de esas
personas que me hicieron sufrir mucho, y ahora pienso, que
gracias a ella pasé dos meses ingresada en la Clínica
Universitaria de Pamplona. A ella la llamaré Celia.
Rita es una persona, a la que aún tengo gran cariño,
de la que me acuerdo en muchas ocasiones. He rezado mucho
por ella porque creo que sufrió conmigo, pero que no
pudo o no entendió que debía actuar de otra
manera conmigo. Su forma de actuar, una vez fuera de la Obra,
me escandalizó en gran medida. Después he tenido
noticias de ella por otras personas y, sé que la empezaron
a mover de punta a punta de la península. Para mí,
mal síntoma, síntoma de crisis. Ojalá
le sirva para abrir los ojos y ser valiente.
Murcia fue una ciudad que me cautivó. La gente abierta,
llana, alegre, acogedora. Las agregadas y supernumerarias
eran verdaderamente normales, divertidas
El talante
de la directora, nuevamente, contribuía mucho a que
se viviera alegría, normalidad, cariño, entre
las personas de la casa y las que no vivían en el centro
por su condición.
Recuerdo que el primer año, otra del centro y yo nos
vestimos con el traje regional, (que nos dejó una agregada),
por las fiestas de primavera y así salimos a la calle
el día de la fiesta grande. Disfrutamos como niñas,
yo por lo menos. Era constatar que éramos normales,
ciudadanas de la calle. Además a mí no me hacía
falta nada para apuntarme a un bombardeo. Me gustaba disfrutar,
divertirme, pasarlo bien con la gente, involucrarme en sus
costumbres
Fue la propia directora, Rita, quien nos hizo una corrección
fraterna, comentando que ni ella la entendía, pero
así se lo habían hecho llegar. No era lugar
para una numeraria, el bullicio de una fiesta, y menos disfrazadas.
Yo cogí un rebote monumental, pero me consoló
que ni la directora lo entendiera. Era antinatural.
De la vida de la ciudad, en la que nos metían con
infinito cariño, las agregadas del centro, todo lo
recuerdo con grandísimo cariño. Estuve unos
cuantos años, después de abandonar la Obra,
enganchada a esta ciudad, yendo todos los años una
o dos veces al año a dar vueltas por sus calles, recordando
tantos buenos momentos, personas
Allí, el primer año, entró un ladronzuelo
a nuestra casa y lo único que pilló fue mi sortija
de la fidelidad, que me la quitaba para ir a trabajar, porque
se habían dado caso de tirones en la calle. Me pareció
más prudente dejarla en casa, ya que era una sortija
antigua, único recuerdo, regalo de mi madre.
Una del centro comentó: "Será que no la
necesitas" Quiso interpretar que mi fidelidad no necesitaba
de muestras externas. Pero, acertó, exactamente con
la interpretación opuesta. ¡Cosas de Dios!
Estuve dos años administrando el club de bachilleres
de los chicos, por supuesto sin contrato ni seguro social,
como en años anteriores. Fue la experiencia más
directa que tuve de la otra sección, y fue algo bonito.
Era de las casas que a mí me iban. Se trabajaba a destajo.
Yo no era de las administradoras delicadas, cuidadosas del
tono humano en el sentido de detallitos y primores
A mi me iba el cariño humano palpable, no las florituras,
siempre manteniendo las debidas distancias con la otra sección,
claro. Realmente nunca tuve problemas de lo que se llamaba
"pureza" con la sección de varones. La gente
del club de bachilleres eran jovencísimos, y después,
cuando administré el centro de San Gabriel, en el que
la gente tendría a partir de treinta años, se
percibía gente seria y aburrida, todo menos hombres
atrayentes.
Sigo con el club de bachilleres
El centro tampoco era precisamente un palacio. Estaba bien
destartalado. Se intuía que vivía gente muy
joven, descomplicada, detallosa, ilusionada, que agradecían
infinitamente los cuidados de madre. Y a mí me encantaba
ejercer de madre, entregando la ropa antes de lo previsto
si hacía falta, acogiendo con agrado peticiones a destiempo
porque se veía que no eran fruto del capricho o señoritismo.
En las anteriores casas me dolía la excesiva rigidez
en aras de que no se diera ningún trato particular
con nadie, con el afán de defender nuestra pureza.
Llevábamos la casa tres auxiliares y yo, todas, con
buen ánimo y ganas de trabajar. Creo que nos compenetrábamos
muy bien y disfrutamos mucho. Sin ninguna idea y con todo
el cariño del mundo, les decorábamos la casa
por Navidad, les pintamos en una ocasión, las puertas
cosas que no nos correspondía hacer, pero que agradecieron
de verdad.
El tercer año de mi estancia en Murcia, tuve que trabajar
unos meses en el centro de supernumerarios y la experiencia
no tuvo nada que ver, en lo que se refiere a los numerarios.
Una no conoce ni nombres, ni pone caras, pero es impresionante
lo que se puede saber o intuir acerca de una persona, sólo
con ver su habitación, sus demandas en el comedor,
su ropa
En esta casa, que no era una residencia de ancianos,
casi había tantos regímenes como personas. Todo
eran excepciones. Ni que decir tiene que la inmensa mayoría
no se hacía la cama. No es que fueran unos frescos,
era, sencillamente lo normal.
En el club de bachilleres, todo eran detalles para facilitar
nuestro trabajo. Así cuando pedían cualquier
cosa, nos desvivíamos por dársela cuanto antes
con todo nuestro cariño. Les debía costar sudor
y lágrimas conseguir el dinero para pagarnos, pero
nos lo iban pasando conforme tenían, procurando ser
lo más puntuales posibles.
Mi tarea apostólica estuvo con las supernumerarias.
El primer año, con todo el frente de juventudes. Había
supernumerarias muy mayores, ancianas. Alguna me trataba como
si fuera su nieta, y yo me dejaba querer.
Luego, me tocó el grupo de las sencillas económicamente,
aunque había de todo. Entre ellas había gente
heroica, con maridos irresponsables que les inundaban de hijos
y sin un duro, haciendo el pino para hacer las normas, ir
a los medios de formación, y recibiendo reprimendas
por las veces que no se hacían las cosas bien en cuanto
a no cerrar las puertas de la vida
Había muchas cosas que no me encajaban, como el hecho
de estar ahí simplemente para exigirles el cumplimiento
estricto de lo que decía el espíritu de la Obra,
pero no para echarles una mano cuando se veía que era
heroico lo que les estábamos pidiendo, y que era imposible
de vivir. Otra cosa era, la cantidad de mujeres que actuaban
a escondidas o engañando al marido, o que por su condición,
llevaban una vida paralela. ¿Cómo era posible
encajar la santidad personal con todo esto?
Una vez más no se trataba de ayudar a las personas
a que se santificaran, sino que cumplieran las mil normas
y compromisos con la Obra: hacer las normas de piedad, acudir
a los medios de formación, entregar la aportación
económica, conseguir cooperadoras y llevarlas a los
medios de formación
Hacer las normas de piedad es una cosa y tener una vida interior
profunda algo que puede no tener nada que ver. En la Obra
lo que se persigue, en la práctica, es lo primero.
Se podía estar un cuarto de hora con un libro en la
mano y por ejemplo, tres de los quinientos hijos, alrededor
mareando. Una no se ha enterado de nada de lo que pone en
el libro, pero se ha cumplido la norma de la lectura espiritual.
Lo mismo se puede decir de la oración, el rosario
En general, de la labor con las supernumerarias me quedó
la sensación de que son un instrumento de la Obra para
llegar a ser más poderosa, para influir en la sociedad.
De ellas se consigue dinero e influencias. El fin no son ellas
mismas, su santidad. Sólo son un medio para
En los meses de verano acudíamos a las playas de Alicante
y Murcia para impartir los medios de formación a las
muchísimas supernumerarias que venían del resto
de España, a pesar de que se les decía que no
debían ir a las playas porque no eran más que
ocasión de pecado.
Aquellos círculos siempre me parecieron un cumplo
y miento, algo absurdo. Ellas iban a los círculos,
nosotras los dábamos, y ya habíamos cumplido
todas. Yo nunca tuve la sensación de que las supernumerarias
vieran los medios de formación como algo necesario
espiritualmente. Nosotras luego, llevábamos nuestra
cuenta de asistencias y faltas.
Parecía que no importaban sus problemas personales,
sus a veces grandísimas dificultades. Ellas tenían
que vivir el espíritu, o mejor, la forma concretada
por el fundador para vivirlo, fuera como fuera. A pesar de
que pasaran por problemas como la falta de trabajo, de dinero,
un montón de hijos, problemas de salud
todas debían
colocarse el corsé que el fundador había previsto
para cada uno.
Yo, en muchísimas ocasiones me encontraba sin palabras,
sin autoridad para pedir nada, porque yo misma me veía
incapaz de pasar por situaciones semejantes.
Recuerdo que en una ocasión se me pidió que
le dijera a una supernumeraria que no dejara entrar en su
casa a su hija separada y vuelta a casar civilmente. A otra,
que le preguntara cómo y cuántas veces tenía
relaciones íntimas con su marido. Resultaba extraño
que no se quedara embarazada. Ni que decir tiene que me hice
la olvidadiza.
El último año, se nos pidió que hiciéramos
la lista con las supernumerarias que se confesaban con sacerdotes
que no fueran de la Obra. Esa lista luego se mandó
a la delegación. Desee luego, esta disposición
no fue idea de la directora del centro, sino, por lo menos,
mandato de la delegación.
Cambiando de tema, recuerdo que un día me encontré
con aquella numeraria "libre de espíritu"
con la que viví en el centro de universitarias de Valencia.
Había dejado la Obra. A pesar de no ser de allí,
se había quedado a vivir en Murcia porque era una ciudad
que le gustaba y había encontrado trabajo.
Se la calumnió llegando a decir que les había
sacado dinero a algunas de las supernumerarias mayores y adineradas,
que se había liado sentimentalmente con una supernumeraria,
a la que también había alejado de la Obra, y
conseguido que se separara de su marido. Comprobé que
todo eso era mentira. Esa supernumeraria le dio cobijo en
su casa, cuando abandonó la Obra sin un duro para irse
a su tierra. Le tuvieron que pagar hasta el tren para volver
a su casa.
Me dio gran alegría verla. Estuvimos tomando un café
juntas. Ella misma me advirtió de que era peligroso
que me vieran con ella, y que si alguien nos veía,
se me "caería el pelo".
Una supernumeraria nos vio y rápidamente, la directora,
Celia, me llamó la atención al llegar a casa,
preguntándome sobre lo que me había contado
la ex - numeraria. Me advirtió que era realmente peligrosa.
Ciertamente que me hizo dudar.
Años más tarde, una vez que yo hubiese abandonado
la Obra, me invitó a su casa. Durante una semana compartió
su tiempo conmigo y me dio a conocer su actividad profesional,
enseñándome para que yo pudiese ganarme la vida
de la misma forma en mi ciudad. Sólo tengo palabras
de agradecimiento para ella.
Como en ocasiones precedentes, pasados los dos primeros años,
para mi la vida era un puro tropiezo. El tercer año
en Murcia, cuando Celia era la directora, me resultó
muy duro. Me parecía una persona irritante, que no
me entendía en absoluto. Hubo temporadas en las que
me negó la charla fraterna, que hacía con ella,
porque total, según decía, siempre contaba lo
mismo: que me encontraba fatal, que no podía con mi
vida, y lloraba y lloraba
Yo recordaba el centro de estudios, cuando la charla me resultaba
un suplicio. Ahora, que era el único momento en el
que podía hablar de forma personal y tranquila sobre
mi persona, cuando realmente veía ese encuentro como
algo necesario, se me negaba.
Yo seguía yendo regularmente a Pamplona a la consulta
con la psiquiatra. En Septiembre de 1988, Celia me acompañó
a la consulta. Iba realmente saturada, no sé realmente
por qué motivos concretos, pero tampoco estaba desquiciada
y paranoica, como quisieron hacerme creer luego.
Después de hablar con la doctora, me invitó
a quedarme en la clínica unos días para descansar.
Años más tarde, cuando le solicité mi
historia clínica, ella escribió en el informe,
que ingresé por un agravamiento en los síntomas.
Yo no creo que estuviera tan mal, de forma que se hiciera
patente a los demás. De hecho, el tiempo que estuve
ingresada, hice amistad con algunas pacientes y me preguntaron
que qué me pasaba, pues no me mostraba nada deprimida
ni rara.
La experiencia de la clínica fue bonita y reconfortante.
Estuve prácticamente dos meses. Fue como vivir en otro
planeta en el que sus habitantes eran completamente atípicos.
Había personas que vivían permanentemente fuera
de la realidad, con alucinaciones, hablando con seres inexistentes,
gente con estrés, como una maestra que llegó
viendo niños debajo de su cama (aunque conservaba la
capacidad de reírse de ello), gente en apariencia normal
que pasaba, como yo y la mayoría, por momentos de depresión,
varias chicas con anorexia nerviosa, varias numerarias en
las mismas circunstancias que yo, un sacerdote numerario,
no sé con qué enfermedad, pero en claro mal
plan al que, tras una tertulia, una noche con toda la plana
de la sección de mujeres, encerraron en una zona pequeñita
de la planta, en pijama, para que no se escapara. No volví
a saber de él.
Allí aprendí a ver y valorar a las personas
de otra manera. Éramos una gran familia. Allí
nadie debía disimular sus malos momentos, nadie te
exigía nada. Comprendíamos que cada día
le tocaba a alguien estar mal y le ayudábamos cuanto
podíamos. Nos reíamos todos con las neuras de
cada uno. Nos sentíamos protegidos todos, unos por
otros, comprendidos. No existía sensación de
ridículo. Nadie se sentía más o menos.
Todos éramos igualmente importantes. Para mí
fue un ejemplo de sociedad, un lugar donde a mí me
hubiese gustado vivir siempre.
Recuerdo un día, en que decidió un grupo ir
al cine. Las numerarias, dijimos que no nos apetecía
o no estábamos bien. Se fueron unos cuantos y se rieron
comentando lo que diría la gente si supieran que todos
estaban ingresados en la planta de psiquiatría de un
hospital. Se creó un ambiente entrañable.
Por las tardes, algunos días hacíamos musicoterapia
o pintura. Escribíamos lo que nos inspiraba o nos hacía
sentir la música que ponía la enfermera o pintábamos
sobre nuestro estado de ánimo del momento y luego lo
compartíamos entre todos.
Para mí fue una experiencia muy enriquecedora sentirme
libre para poder compartir con otras personas, sin cortapisas,
mis estados de ánimo, poder llorar, despotricar mesuradamente,
claro
En los dibujos casi siempre, pintaba caminos o paisajes con
horizontes amplios. Los interpretaba como un estar en una
constante búsqueda de mi camino, una sensación
de agobio, necesidad de amplitud
Ningún profesional
interpretó nada de esto. Nadie supo echarme una mano
para darme luz, abrirme horizontes.
Al revés, había una psiquiatra colombiana,
numeraria, que mantenía conversaciones conmigo, como
una persona de Casa, más que como profesional, y me
aconsejó, por lo menos en una ocasión que leyera
y meditara puntos de cartas del Padre. Me pedía una
mayor entrega, un mayor olvido de mí misma.
La psiquiatra habitual, tenía una misión más
profesional, y aunque yo le hablaba como a una persona de
la obra, ella no daba nunca a las conversaciones un tono familiar.
No recuerdo nada de lo que me dijera nunca. En muchas ocasiones
le escribí cartas desde Murcia, cuando me encontraba
mal o no sabía resolver algo, y jamás tuve contestación.
Así, al día de hoy no tengo nada, ni de ella,
ni de las directoras de la obra, si quisiera pedir alguna
responsabilidad.
Yo, como estaba en buen plan, me dejaban salir libremente
de la planta para ir a misa al oratorio de la clínica,
dar un paseo por el campus o Pamplona
En varias ocasiones
me encargaron acompañar de paseo a un chico, (jovencito,
claro) hijo de unos supernumerarios, que estaba francamente
mal, o ir de compras de ropa con una de las chicas con anorexia.
Fue realmente crudo, ya que con todo se veía mal y
gorda, y sólo quería ponerse ropa negra. Estaba
completamente hundida y sólo tenía 17 años.
No he vuelto a saber de ella.
Me pidieron que fuera por las tardes a la administración
de Aralar, el centro de estudios de los chicos, pero me sentía
incapaz y acudía sólo cada semana para hacer
la charla. Empecé a sentirme ligeramente libre para
hacer lo que me pareciera, y no me presionaron.
A pesar de que la libertad era muy limitada (había
un buen número de gente, entre médicos, enfermeras
y auxiliares vigilando) yo me sentía libre. Agradecía
el no tener que dar cuenta de las salidas y el empleo del
tiempo, vivir con personas a las que humanamente me sentía
más unida que a mis hermanas del centro. Con las personas
de la planta podía hablar con libertad sobre mis sentimientos.
La experiencia de convivencia con las numerarias fue también
muy buena. No hablábamos con mucha intimidad, pero
desde luego que con bastante más que en un centro.
Nos reuníamos después de cenar para hacer una
tertulia. Un día de esos fue el que vino el sacerdote,
y ya no se repitió. Volví a sentir la sensación
de los quince años de estar haciendo algo prohibido,
pero excitante y agradable. Las tertulias no se solía
saber cuándo y cómo acababan ya que, por lo
menos yo, me iba plenamente drogada a la cama, y habitualmente
no era consciente de ello al día siguiente.
Pero, el tiempo pasaba, y aquello se debía terminar
en algún momento. Cuando me dijeron que ya me podía
marchar, el bajón fue fulminante. Sentí un terror
mortal de volver a la guerra diaria. Llegué al centro
de Murcia. Gracias a Dios, la directora era nuevamente Rita.
No recuerdo qué hice al llegar. Creo que estaba para
pocos trotes. Así, a los quince días me dejaron
ir con mis padres a pasar unos días a Benidorm. No
había problema (por los desnudos) ya que era noviembre.
Estuve muy a gusto con ellos. Yo vivía con absoluta
fidelidad mi vocación, cumpliendo las normas, buscando
la mortificación, la austeridad
Me costó mucho volver al centro de nuevo, porque me
sentí muy mimada por mis padres, que a estas alturas
ya se habían enterado de mi estancia en la clínica,
debido a un "cansancio muy fuerte" (eso fue lo que
les dije). A los pocos días de volver al centro les
escribí una carta de nuevo en plan holocausto: me encontraba
fatal en la obra, pero era mi vocación, el lugar querido
por Dios para mí, y me debía a su Voluntad aunque
en ello me fuera la vida.
Me encargaron que administrara un centro pequeñísimo
de universitarias, al que sólo debía acudir
tres días a la semana. Como encargo apostólico
acudía a atender la labor apostólica, junta
a una agregada, de un pueblo de Murcia.
Cada día me sentía peor, sin fuerzas, incapaz
de hasta lo más mínimo. Llegué a sentir
terror ante la idea de dar una charla a cooperadoras. Creía
que me iba a quedar en blanco, que no sabría hacerlo
Alguna vez, esta simple tarea me quitó el sueño,
hizo que me subiera la fiebre y tuviera que quedarme en cama.
Estaba quedándome hecha un guiñapo, hasta que
llegó el verano, y con él los habituales 40
grados de Murcia. Yo no podía ni moverme, así
que, no sé cómo, pero se me ocurrió plantear
que por qué no me iba unos días a casa de mis
padres a descansar.
Antes, les comenté que me dejaran ir a la hospedería
de un monasterio de monjas, donde vivía una amiga mía,
antigua chica de San Rafael. No me dejaron de ninguna de las
maneras, no sé si por temor a que me infectara de la
peste clerical. Yo monté un buen numerito, no porque
estuviera convencida de nada de lo que decía sino porque
ya era incapaz de controlar lo que me hacía mucho daño.
¡Cómo estaría que no les pareció
mal que me fuera con mis padres! Así el 11 de Julio
de 1989, aterricé en casa de mis padres, y Dios me
fue abriendo los ojos.
Para mi sorpresa, me encontré estupendamente, dormía
bien, tenía fuerza e ilusión durante el día.
Me daba grandes paseos con mis padres, ya jubilados. Los pocos
días se fueron prolongando y cuando empezaron las fiestas
de Vitoria, como no me apetecían los líos, decidí
probar y volver a Murcia.
Conforme el Talgo se acercaba a la estación, volvía
el nudo en el estómago. El centro, el ambiente postizo,
los recuerdos
me hicieron sentir fatal y decidí,
ya con una fuerza impropia de mí, que me iba definitivamente
al día siguiente. Rita no me forzó en absoluto.
Comentó a alguna de la casa mi marcha, pero no hubo
despedida oficial.
Yo tampoco tenía claro si aquello sería el
final. Por otra parte, nunca había habido naturalidad
para hablar de mis excepcionalidades en la vida de familia,
debidas a mi estado de salud, así que yo también
me sentí más cómoda marchándome
en silencio.
Con cinco mil pesetas en le monedero, me pusieron nuevamente
en el Talgo rumbo a Vitoria.
Hasta abril del año 90 no escribí mi carta
de dimisión. En este periodo de tiempo intentaron que
asistiera a los medios de formación en el centro de
Vitoria. Me daba alergia sólo pensarlo. Intentaron
que pasara a ser agregada o supernumeraria. Yo, ya entonces,
no quería saber nada de medios de formación
ni de pisar un centro porque me ponía fatal. Estuvo
un tiempo viniendo, de vez en cuando, la secretaria del centro
de Murcia para hablar conmigo.
Después de unos meses con mis padres, no sabía
cómo iba a ser mi futuro, las dificultades con las
que me encontraría
, pero lo que sí tuve
meridianamente claro es que en mi salida de la obra me iba
la vida.
Me di cuenta de forma meridiana que lo que me pasaba no era
una enfermedad, sino un problema vital. Dios me quería
feliz en la vida y yo me estaba enterrando viva, me estaba
negando el oxígeno necesario para vivir. ¡Dios
no me quería allí! ¡Y, gracias a Dios,
me fui!
De haber permanecido allí más tiempo, me hubiese
vuelto completamente loca y a estas horas estaría muerta.
Esto lo digo de todo corazón, sin exagerar lo más
mínimo.
Ahora comenzaba lo más difícil, gracias a Dios,
con una gran inconsciencia.
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