LO TEOLOGAL Y LO INSTITUCIONAL
(REFLEXIONES ÍNTIMAS)
Autor: Antonio Ruíz Retegui, teólogo,
sacerdote numerario del Opus Dei
*Por institucional entiende el autor
la institución del Opus Dei
10. LAS "LLAMADAS"
O "VOCACIONES" DIVINAS
Además de establecer la ley natural, es ciertamente
posible que Dios haga manifestaciones de su voluntad explícita
en algunos casos singulares, y que el hombre establezca con
Dios relaciones teologales. Tal es el caso de la entrega personal
que se hace a Dios directamente cuando responde a una llamada
divina, a los que se suele denominar "una vocación".
De todas formas, hay que distinguir lo que es una respuesta
a una llamada explícita de Dios, al modo de la llamada
de Moisés, o de los Apóstoles, o de San Pablo,
por una parte, y lo que en sentido ordinario se denomina con
la palabra "vocación" que suele significar
acoger un modo de vida en una "institución vocacional".
Por esto, la palabra "vocación" puede resultar
relativamente ambivalente, aún considerada en sentido
de vocación divina, porque puede significar dos cosas
distintas aunque fácilmente equiparables.
En primer lugar puede significar, como decíamos, que
una persona advierta que es llamada a realizar una "misión"
singular por vocación divina. Esto marca la personalidad
con extraordinaria fuerza. Es lo que se ve, por ejemplo, cuando
se lee la vida de algunos santos singulares. En la conciencia
de tener una misión encargada directamente por Dios
aparece con fuerza la singularidad de la relación de
esa persona con su Creador y Redentor. En este sentido, la
vocación divina se presenta como una manifestación
decisiva de la singularidad personal. Esta forma de lo que
significa una vocación divina no es universalizable,
no puede ser común a muchas personas. Es única
y tan propia corno su propio nombre.
En segundo lugar, por "vocación divina"
se suele entender también, y quizá de modo más
general, la llamada a entrar en una "institución
vocacional". En efecto, en la Iglesia hay muchas instituciones
que se presentan a sí mismas como modos de vida de
entrega que, para abrazarlos, hay que tener una llamada de
Dios. En este caso la noción de vocación sí
puede universalizarse, y, en efecto, se habla de la "vocación
a tal o cual institución vocacional" como de algo
en lo que participan de igual manera muchas personas. La vocación
concreta de que se trate, se hace entonces punto de referencia
moral: "nuestra vocación exige que..."
Ésta es la noción de vocación que puede
resultar más delicada desde el punto de vista que aquí
estamos tratando. En efecto, si es considerada una llamada
personal divina parece ser el más fuerte acento de
la propia afirmación de la persona en cuanto tal, no
confundible con ninguna otra. Pero por ser una llamada a entrar
en una institución vocacional resulta que la persona
que se ve reafirmada en su condición personal por esa
vocación, ve también, por eso mismo, que ella
o, al menos, su personalidad-en-el mundo, queda disuelta en
la institución. Lógicamente esta disolución
no es física, es decir, la persona conserva su individualidad
corporal, y por tanto su salud, su temperamento, etc. y estos
componentes de su modo de ser modularán su manera de
responder a esa vocación institucional. Pero en la
medida en que esa "vocación" le pide que
renuncie a sus proyectos públicos, que renuncie al
matrimonio y a la familia, que renuncie a su casa, a sus "posesiones"...
en esa medida, la vocación divina al mismo tiempo que
subrayaría la condición personal "ante
Dios", disuelve o al menos reduce y condiciona la "aparición"
personal "ante los hombres".
La cuestión sería si es posible una vocación
que sea llamada a entrar en una institución vocacional
y, el mismo tiempo, sea verdaderamente "secular",
es decir, una vocación institucional que no suponga
la disolución de la persona en la institución,
sino que la "deje" en "el saeculo", en
el mundo o, si se me permite un anacronismo en el "ágora",
es decir, en el entramado de relaciones entre hombres libres,
en el espacio de su aparición ante los demás.
El problema que aquí se plantea es si esto puede darse
"sin compromiso", es decir, sin rebajar la intensidad
de la entrega.
Para que la respuesta a esta cuestión sea afirmativa
debe cumplirse la condición de que la entrega, aunque
pueda ser plena a Dios, no signifique que la persona se integre
tan completamente en la institución que ya su "mundo"
se reduzca al ámbito vital de lo institucional. Ésa
es la clave: la mutua implicación de la entrega a Dios
y a la institución. Especialmente es necesitar lo que
las personas no abdiquen de su conciencia, ni de su capacidad
de ver la realidad con sus propios ojos, ni que funcionalicen
sus relaciones humanas de amistad con otras personas por intereses
más o menos institucionales.
La noción tradicional de vocación "institucional"
implicaba la disolución completa de la persona en la
institución como expresión y cumplimiento de
la entrega a Dios. Es muy significativo que la renuncia al
mundo, el apartamiento del ámbito humano de convivencia,
se expresara enseguida por medio de los "tres votos"
tradicionalmente llamados "consejos evangélicos",
que significan casi exactamente la renuncia a todas las "aperturas"
humanas horizontales, mundanas, menos a aquella que la vincula
a la institución. En efecto, el voto tradicional de
"pobreza" expresaba la renuncia a tener "una
casa en la ciudad", un ámbito de "propiedad
privada", que era el fundamento de tener un domicilio
propio, un puesto en la ciudad, es decir, lo que tradicionalmente
se decía con la expresión "propiedad privada"
que, como es sabido, tenía un sentido no sólo
"privativo" sino también el sentido positivo
de ser el ámbito "oculto" desde el que se
aparecía en el ámbito público para que
la vida no se disolviera en la trivialidad. El voto tradicional
de "castidad" expresaba la renuncia a la relación
nacida de la condición sexuada del hombre, es decir,
la renuncia a formar parte de las cadenas de generaciones
que constituyen las familias de la ciudad y que hacen que
la pertenencia a la ciudad esté señalada con
los apellidos o patronímicos. El voto de obediencia
por último, suponía la renuncia a ser origen
de acciones públicas libres y a establecer relaciones
de amistad propiamente dicha, es decir, relaciones de la persona
en cuanto tal y no en cuanto miembro de una tradición,
o de una fe, o de una institución.
Para que una vocación institucional pueda llamarse
realmente secular, ciertamente no debe darse esa disolución
de la persona en lo institucional. Los elementos que definen
la condición de quien está en "el mundo
humano", es decir, aquellos en los que se expresa la
condición secular son: tener "nombre propio",
es decir, tener la capacidad de manifestarse como persona
en el ámbito público, tener una familia reconocida
en el hecho de tener apellidos, y tener un domicilio, una
propiedad privada.
Entonces la respuesta a nuestra pregunta debe ser que sí
es posible una entrega plena a Dios pero que la secularidad
implica de suyo, por definición, un dejar ámbitos
de la existencia personal al margen de la inclusión
en la institución. Más aún, se debe decir
que hay una correspondencia casi exacta entre secularidad
y ámbito no incluido en la institucional.
La secularidad no implica carecer de condicionamientos o
ataduras. Lo que implica la secularidad, al menos en el sentido
clásico y premoderno, es tener unas ataduras y unos
condicionamientos de un tipo determinado: las ataduras o condicionamientos
de la propia posición domiciliaria, la de la propia
profesión como fuente de integración social,
la de la propia familia, la de la propia cultura, que incluye
la vinculación con la tierra, la tradición,
las costumbres, etc. y, sobre todo, la peculiar atadura de
la relación con los propios amigos. En definitiva,
se requiere que se tengan las ataduras o vinculaciones que
permiten a la persona "aparecer" ante los demás,
ser reconocido como un sujeto libre, es decir, ser parte de
ese mundo humano. Otras ataduras pueden ser legítimas,
pero no son la que constituyen estar en el mundo no responden
a las articulaciones propias de la condición humana,
a las aperturas horizontales que tiene el hombre por su propia
naturaleza.
Es cierto que en el mundo moderno, en el cual el "espacio
público" de aparición ha sido sustituido
por el ámbito de "lo social", esta riqueza
de aspectos y de matices se pierde casi completamente en la
neutral condición de ciudadano. Entonces el estar en
el mundo resulta algo mucho más ambiguo, y con facilidad
se reduce a matices en el aspecto externo.
Las ataduras naturales del hombre en el mundo, pueden tomar
formas diversas. Pero, en la medida en que esas articulaciones
derivan de la propia condición humana, son constantes
y, a la vez, son la medida de si una organización social
es más o menos humana y si hay realmente un "mundo",
un "ámbito público", en el que las
personas puedan manifestar su apertura radical hacia los demás.
La cuestión entonces es si la vocación se refiere
a Dios o a la institución, es decir, si la entrega
es propiamente a Dios o a la institución. Si es a la
institución, no cabe duda de que la vocación
secular debe ser una vocación que "deje ámbitos
fuera de la entrega"; esto quiere decir que la plenitud
de vocación no deberá expresarse en la plenitud
de "inmersión" de la persona en la institución,
sino en la fuerza exigente de las virtudes.
Por esta razón una vocación que sea a la vez
plena y secular, tendrá la preocupación constante
de subrayar que la acción de las personas "en
el mundo" no es propia de la institución sino
responsabilidad exclusiva de las personas concretas. En el
ámbito de esas acciones la vocación influirá
únicamente por la vía de las virtudes, porque,
en su materialidad, quedarán fuera del dominio de la
institución vocacional. Es posible que se dejen fuera
de la entrega ámbito muy marginales y que se acentúen
los que expresan la inmersión en la institución.
Estos ámbitos que incluyen la entrega y que se acentúan
son los que dan su fisonomía a esa institución
vocacional. Los demás, que quedan fuera, son los que
marcan la realidad, o la apariencia, de secularidad. Las personas
comprometidas en ese ámbito vocacional tendrían
como dos ámbitos en su existencia, un ámbito
propio de cada uno, donde la realidad de la entrega vendría
expresada por el ejercicio de las virtudes; y otro, propio
de la institución, común. Una cosa es lo que
"interesa" a la institución, y otra cosa
es lo propio, lo de cada uno. Por esto es esencial que el
enfoque primero de la entrega como pertenencia a la institución
expresada a través de los votos, se cambie en actitud
interior basada en las virtudes.
Cuando lo institucional se alza con pretensiones de totalidad,
entonces es imposible una verdadera secularidad. La institución
vocacional correspondiente se transformará más
o menos explícitamente en un ámbito que constituya
todo el "mundo" de las personas. Esa institución
pretenderá proporcionar a sus miembros todos los elementos,
desde los más espirituales e intelectuales hasta los
más materiales y corporales, para el desarrollo normal
de sus vidas. Por eso se pretende dar no sólo la doctrina
propia del espíritu institucional, sino también
libros de formación cristiana y humana, juicios sobre
el mundo eclesiástico y civil, modos de responder a
las cuestiones humanas y de conciencia, lugares de descanso,
colegios, clínicas,... hasta los medios para adquirir
las cosas más materiales: todo un mundo con pretensiones
de autosuficiencia.
La "vocación cristiana" no es una llamada
de Dios a integrarse plenamente en una institución.
Se parece más a la vocación como misión.
En este aspecto, la Iglesia es semejante a una tradición
cultural que sea verdaderamente humana y humanizante. Así
como esa tradición permite a los que nacen en ella,
acceder a una forma de expresión lingüística,
a una cultura, etc., así también la Iglesia
permite al hombre acceder a la fe, es decir, entrar en comunión
con algunas personas que fueron objeto de revelación
divina. Por supuesto, la Iglesia, de modo semejante a cualquier
institución, puede tratar de absolutizarse, y hacerse
así "una institución", incluso opresiva,
pero esto no ocurre a menudo ni durante mucho tiempo. A Newman
la repelía la actitud fuertemente institucionalista
de muchos católicos. Pero él fue católico
y no fue institucionalista: lo muestra de un modo egregio
en su "Carta al Duque de Norfolk", especialmente
en el capítulo sobre la conciencia.
Lo normal, lo que corresponde a la Iglesia de suyo, es que
la tradición católica sea más bien "abridora
de espacios", garante de libertades, defensora de la
persona. La pluralidad de formas de vida en la iglesia no
es una dificultad para su unidad, sino una exigencia de su
verdadera condición. Quizá, en algunas ocasiones,
esto no se haga realidad cumplida, pero el impulso propio
interno de la Iglesia es en esta dirección. Dos "realidades"
muy distintas lo manifiestan: una es el sigilo sacramental,
la otra es la teología como fruto del diálogo
real entre la fe y la razón natural. Estas dos realidades
no pueden negarse ni ignorarse. La realidad de la Iglesia
como garante de libertad, podría medirse por la beligerancia
o lo paradigmática que se consideran esas "realidades".
Cuando el "sigilo" se tiende a circunscribir lo
más estrictamente posible, así como cuando la
teología se considera sobre todo como un cuerpo de
doctrina que hay que aprender como algo esencialmente ya terminado,
entonces la visión que se tiene de la Iglesia será
sobre todo institucionalista; y la virtud principal será
la obediencia como expresión de integración
plena en lo "institucional".
En cambio, cuando el octavo mandamiento se interpreta no
tanto como deber de sinceridad, digamos, "informática",
de dar a la autoridad información sobre hechos concretos,
sino como deber de respeto a la persona en el ámbito
de la palabra, del discurso, de la conversación, de
no delatar ni traicionar la confianza, y cuando se crean ámbitos
de lo que los griegos llamaban "parresia" y los
americanos llaman "free speech", cuando se puede
usar la razón como capacidad propia de entender y no
sólo instrumentalmente para conseguir fines fijados
desde las instancias autoritarias, cuando la verdad no es
algo impuesto por la autoridad sino algo a cuyo acceso nos
capacita la razón personal de cada uno, cuando incluso
a la verdad aceptada por fe se la hace entrar en diálogo
con la razón, cuando para hacer emerger un sentido
a la Escritura no se apela únicamente a citas de autoridades,
sino también a lo que se conoce con la propia razón
y a lo que se ve con los propios ojos, cuando ante el discurso
de una autoridad alguien puede decir, en el momento apropiado
al caso y con delicadeza, que no está de acuerdo, entonces,
entonces las personas son respetadas y se sienten seguras,
las propias opiniones no escandalizan, las preguntas reciben
respuesta verdadera (al menos la respuesta tradicional "doctores
tiene la Iglesia que os sabrán responder", la
cual, dicho sea de paso, significa reconocer la legitimidad
de la pregunta y no despreciarla y callarla como impertinente),
las autoridades no pronuncian discursos ideológicos,
mero adorno intelectual, falto de consistencia pero imposible
de responder, la fe se recibe como verdad libre para hombres
libres y se experimenta la fuerza maravillosa de aquel "veritas
liberabit vos".
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